14 febrero 2004

Tras una noche de paz y tranquilidad, amanezco con cierta tristeza. Ha comenzado la cuenta atr·s. Pocas son las horas que me quedan para gozar del reino de Siam. El aviÛn sale a las 12 de la noche, por lo que me conviene estar en el aeropuerto, como muy tarde a las nueve. A esas horas, los aviones hacia Europa salen uno tras otro, como si fuera el ˙ltimo fin de semana de julio en Palma.
Decido pasar mis ultimas horas en el cine, extraÒa decisiÛn que no sÈ a quÈ obedece, no le pido explicaciones a mi mente, simplemente act˙o seg˙n sus deseos. Hoy estrenan una comedia thai de la que vienen haciendo publicidad m·s de un mes. Si no la veo hoy, ya no la verÈ. El cine me relaja y si la pelÌcula resulta ser aburrida, me entretengo pensando en mis cosas. Afortunadamente no es asÌ y paso dos horas la mar de entretenido. En dicha pelÌcula se habla en ciertos momentos del Real Madrid, que junto al BarÁa y los toros, es el ˙nico referente hispano de los thais. Me hace gracia, y me hace recordar la ocasiÛn en que le preguntÈ a una chica si sabÌa cu·l era la capital de EspaÒa, y me respondiÛ que sÌ, muy orgullosa de su cultura, y me dijo que era: Real Madrid. Conteniendo la risa y por no ofenderla, le dije que muy bien, que sÌ, mientras me imaginaba a Florentino de presidente de gobierno y a la plantilla con sus respectivas carteras ministeriales.
Regreso a casa con cierta premura tras realizar las ˙ltimas compras, las que se tenÌan que hacer hace un mes. SÈ, por experiencia, que el momento de cerrar las maletas es un momento muy crÌtico y en ciertas ocasiones desesperante; todos los c·lculos de volumen y peso resultan errÛneos, por mucho empeÒo que se haya puesto en que no fallen.
Me afeito, me ducho y me pongo manos a la obra. No tardo en darme cuenta que la frase ìEste aÒo no he comprado casi nadaî, se aleja de la realidad un aÒo m·s. Me saca del apuro una bolsa que utilizo para ir a la playa y de compras. Conocedor del funcionamiento de los aeropuertos, destino a esa bolsa todo lo que me podrÌa permitir perder: calzoncillos, calcetines, camisetas blancas y dem·s cosas prescindibles. No desconfÌo de la honradez de los trabajadores del aeropuerto de Bangkok, pero no tengo candado para cerrar la bolsa, la ˙nica forma de evitar que se pongan a rebuscar en mi bolsa es poniendo las prendas m·s Ìntimas usadas, obviamente, en la parte superior, con el fin de ìrepeler cualquier ataqueî. La bolsa llegÛ bien a su destino y estoy seguro de que los perros de la Guardia Civil, todavÌa hoy, podrÌan seguir mi rastro hasta mi casa, tras la enorme dosis de feromonas inhalada en mi equipaje.
No sÈ cÛmo, pero logro cerrar mis maletas, mi equipaje de mano, mi ordenador, todo est· en su sitio. Bajo hasta la entrada de los apartamentos, los guardias de seguridad llaman un taxi y se despiden con cierta tristeza de mÌ, no en balde les daba buenas propinas en fechas seÒaladas. Les doy 200 bahts y les digo que en unos meses ya estarÈ de nuevo por allÌ. Les caÌa bien. Cada vez que entraba en casa, grandes saludos militares con chasquido de sus botas con chapa met·lica incluido. Ciertamente les intrigaba un tipo que salÌa a las once de la noche y regresaba siempre borracho, en ocasiones con un uniforme, en ocasiones con otro, un tipo que desaparecÌa durante unos dÌas camino del aeropuerto y regresaba para volver a marcharse, un tipo que no traÌa mujeres (ni hombres) a casa, un tipo que bajaba a comprar el periÛdico a las seis de la tarde, en fin, un ejemplo a seguir...

Camino del aeropuerto, ya en la autopista, veo un termÛmetro que indica que estamos a 30 grados, suspiro hondo al pensar la temperatura que me voy a encontrar en EspaÒa. Tardo poco en llegar. Me dirijo a los mostradores de facturaciÛn rezando para que la persona que me atienda no se fije demasiado en el peso de mi equipaje. Por mi experiencia al otro lado del mostrador, sÈ que todo depende de quiÈn me facture. Entrego mi billete junto a mi pasaporte y mi tarjeta de ìfrequent flyerî de Thai Airways y mi mejor sonrisa, mientras voy depositando mi equipaje en la balanza. Miro el peso: 40 kilos. Trago saliva y observo, con cierto temor, la reacciÛn de la chica. Mira su pantalla, teclea el ordenador, saca por la impresora las etiquetas y las tarjetas de embarque. Una vez m·s, mi ìinstinto aeroportuarioî me dice que esta vez me he salvado. Si ha iniciado el proceso de facturaciÛn sin decir nada sobre el exceso de peso lo que significa que no voy a tener que pagar nada ni voy a tener que empezar a solicitar la compasiÛn entre compaÒeros de trabajo blandiendo mi documentaciÛn aeroportuaria. SÛlo el aÒo pasado los malditos de Swiss me hicieron pagar casi 20 mil pesetas por unos kilillos de m·s, menos de los que llevaba el dÌa en cuestiÛn.
Me voy hasta inmigraciÛn. El oficial, encargado de comprobar que mi documentaciÛn est· en regla, mira una y otra vez la foto de mi pasaporte y mi cara. La foto tiene unos seis aÒos y desde entonces he cambiado bastante. Al hombre no le cuadra que en la foto haya un tÌo delgado y de pelo castaÒo y delante de Èl se presente un hombre con 20 kilos m·s y el pelo rubio. Pongo la mejor de mis sonrisas y me entrega el pasaporte de vuelta. Todo ha ido sobre ruedas. Hasta que comience el embarque tengo m·s de una hora. Me voy al ìduty freeî a aprovisionarme de tabaco y perfume. Llevo en total seis cartones lo que me supone un ahorro de aproximadamente 120 euros. ConfÌo en que la Guardia Civil no se interese demasiado por mi equipaje. Junto a la tienda libre de impuestos veo una especie de kiosko que vende una prenda ˙nica: camisetas. Me acerco para ver de quÈ se trata. Son camisetas conmemorativas del 72 cumpleaÒos de la reina Sirikit, muy querida por la poblaciÛn. Me compro una, sÈ que los tailandeses son muy devotos de todo lo relativo a la casa real. Cuando vuelva y lleve la camiseta, serÈ la envidia de m·s de uno.
Tras las compras me voy al KFC a tomar algo, observo que la gente sigue comiendo pollo con total tranquilidad, pero yo me tomo un tÈ, ya comerÈ en el aviÛn. Con el saldo que me queda en mi mÛvil tailandÈs llamo a mis amistades para despedirme, aunque la tristeza de antaÒo se ve hoy paliada por las nuevas tecnologÌas. Antes, uno se despedÌa de verdad, ahora con un ìhasta luegoî o ìhasta maÒanaî basta. Sin embargo, hay cosas que no se pueden suplir a pesar de ìe-mailsî y de ìwebsî y forums que se crean sin cesar sobre las cualidades tailandesas. Hablo con Leo y con una amiga (una normal, esta no es puta) hasta agotar los pocos bahts que quedaban.
En el tiempo que me queda, me pongo a recordar lo que han sido estos dos meses. Me acuerdo de las horas pasadas en el Pretty Lady, un go-go bar que podrÌa ser calificado como de tercera regional, pero con una atenciÛn al cliente difÌcil de encontrar por esos lares y una relaciÛn calidad/precio muy ventajosa. ìMoquiî ìmoquiî les hacÌa a las chicas entrando en el local, ahora al entrar en un bar, ser· conveniente que me ponga las manos en los bolsillos para evitar tentaciones. TambiÈn aparecen en mi mente las im·genes de Camboya: los campos de tiro, los paseos nocturnos por la ciudad, el Sharkyís, el Martiniís, dÛnde recuerdo una noche en que un asi·tico (no sÈ si chino, japonÈs o coreano) decidiÛ de ìmotu propioî unirse a la banda que tocaba en directo y nos martirizÛ, a todos los presentes, con un ìBÈsame muchoî, en espaÒol, que nunca llegaba a su fin, a pesar de los reiterados intentos de los m˙sicos para que el personaje aficionado al karaoke diera por terminada su actuaciÛn. Bali me entretuvo durante diez dÌas. De tebeo eran las docenas de camellos que me ofrecÌan drogas y todo lo que yo quisiera, a pesar de que los estaba filmando descaradamente con mi c·mara. Honda impresiÛn me causÛ en esta isla paradisÌaca la visita al lugar en el que hizo explosiÛn una bomba que acabÛ con la vida de m·s de doscientos jÛvenes que disfrutaban de sus vacaciones. Mientras me tomaba mis copas a escasos metros de dÛnde ocurriÛ, en el Paddyís Reloaded, me imaginaba las escenas de terror que debÌan de haberse vivido en aquella fatÌdica noche.
Mientras me iba acabando el tÈ, seguÌan fluyendo las im·genes de dos meses de fiesta continua. Pensaba en la chica asesinada en los baÒos del hotel Grace por un ìquÌtame allÌ esas pajasî. Pobre chica, no sabÌa que al acabar con su vida, tambiÈn acababan con este lugar de diversiÛn nocturna. Desde el asesinato, nadie volviÛ a pisar el local, y todos los que hasta allÌ acudÌamos como ˙ltimo refugio nocturno, qued·bamos esparcidos por la ciudad.
Tengo asignada la puerta de embarque n˙mero seis. No est· precisamente cerca, por lo que decido emprender la marcha para no ser el ˙ltimo en llegar y quedarme, por lo tanto, sin lugar donde sentarme. La espera ser· algo m·s larga ya que no se trata de un ìfingerî. Cambio la tarjeta sim de mi mÛvil y llamo a EspaÒa para anunciar mi regreso en perfecto estado, no ser· necesaria la ambulancia a mi llegada.
Comienzan el embarque con cierto retraso, pero en estos vuelos de tan larga distancia poco importa ya que el tiempo se puede recuperar, si las inclemencias atmosfÈricas lo permiten (cosa que no sucediÛ en este caso, sino m·s bien lo contrario).
Soy de los ˙ltimos en subir a bordo. El aviÛn est· al m·ximo de su capacidad. No encuentro lugar donde colocar mi excesivamente voluminoso equipaje de mano. Un solÌcito auxiliar de vuelo acude en mi ayuda y encuentra lugar para la maletita, el ordenador y la bolsa del ìduty freeî. Me siento en la antepen˙ltima fila, en caso de accidente, tendrÈ m·s probabilidades de salvarme, pero no es ese el motivo de mi elecciÛn. Dependiendo de la configuraciÛn que le dÈ cada compaÒÌa, generalmente, los asientos de ventanilla de las ˙ltimas tres filas de un 747 tienen m·s espacio, ya que queda un hueco entre el asiento y la ventanilla, lo que me da sensaciÛn de m·s amplitud, bueno, m·s que sensaciÛn es una realidad. Mi compaÒero de viaje pone disimuladamente cara de decepciÛn. Lo m·s probable es que pensara que podrÌa viajar cÛmodamente con un asiento libre a su lado, pero con mi llegada, su esperanza se diluye. La salida del aparato se sigue retrasando. Algo sucede. Finalmente, el comandante nos informa del motivo. Motivo que yo ya sospechaba al ver el movimiento del personal de la compaÒÌa y los requerimientos por parte de la tripulaciÛn a que el seÒor X comunicara su presencia a bordo. Faltaban dos pasajeros. HabÌa que buscar su equipaje. Y buscar dos maletas entre unas 600, no se hace en diez minutos. Entablo conversaciÛn con la persona que me va a acompaÒar durante casi 14 horas de vuelo. Se llama Pepe y es un espaÒol enamorado de Asia, lleva aÒos viajando y viviendo por estos lares. Al poco tiempo nos damos cuenta de que tenemos amigos en com˙n, tampoco es demasiado extraÒo, dado que el espaÒol no se prodiga en exceso por este continente. Parece que o han aparecido los pasajeros o han aparecido las maletas. La cuestiÛn es que el aviÛn empieza a ser empujado marcha atr·s. Tardamos un poco en despegar, el tr·fico es intenso. Mientras ascendemos, veo a mi derecha los millones de luces que iluminan la ciudad. Intento reconocer lugares e imagino lo que est· sucediendo allÌ en estos momentos. Pasada una hora tras el despegue, comienzan a distribuir las bandejitas con la cena. LÛgicamente no hay pollo. Pido pescado. Termino la cena mientras sigo charlando animadamente con Pepe. Recogen las bandejas y es hora de tomar mi ìcocktail del sueÒoî: alprazolam, doxilamina y doxepina.
Se apagan las luces. Nos damos las buenas noches. Voy equipado con todo lo necesario para tener un sueÒo reparador: antifaz, tapones para los oÌdos, almohadilla hinchable para la cabeza, cojÌn, mantita. Parece que todo est· en su sitio y que cuando me despierte cuando estÈ llegando a Roma. °QuÈ ingenuo soy! Parece mentira que tras tanto viaje, no tenga en cuenta los imponderables. Cuando sobrevolamos la India (c·lculo aproximado hecho muy a ojo) empieza el traqueteo. Un leve balanceo para inducir al sueÒo, siempre se agradece. Pero el traqueteo no cesa y se torna en sacudida brusca. Intento conciliar el sueÒo mientras veo por la ventanilla las alas del aviÛn que se mueven como las de un p·jaro. No tengo ning˙n miedo, pero me incomoda estar grogui y no poder dormir. Cuando cierro los ojos empiezo a marearme. Opto por despojarme de toda la parefernalia montada para dormir. El pescado comido durante la cena parece recobrar vida en mi interior por momentos. Pasan los minutos y la montaÒa rusa no se detiene. Pasa una hora. Pasan dos. Ya me inquieto porque yo no voy aguantar horas y horas de tiovivo. El aviÛn maniobra para evitar este viento tan violento, o eso creo yo, tal vez las maniobras son las obligadas en su ruta. La cosa parece que va a menos por momentos, pero cuando ya estoy dispuesto a dormirme, vuelve a la carga. Miro por la ventanilla, veo una gran ciudad atravesada por un rÌo, rebuscando en mi memoria intento adivinar cu·l es, m·s que nada, por situarme, cosas del aburrimiento...
Dios se apiada de mÌ. El aviÛn deja de moverse y el pescado se queda donde debe. El cocktail todavÌa hace efecto y ya son las seis de la maÒana en Tailandia, hora en que me suelo dormir.
Me despierto poco antes de que repartan el desayuno. El olor proveniente de los hornos me ayuda a sacar la conclusiÛn de que falta poco para llegar, antes de abrir los ojos para ver la hora. Con lo movidita que ha estado la noche, poco es el apetito que tengo, de todas formas, algo como. Aterrizamos en Roma. Aprovechamos para estirar las piernas una hora. Seguimos camino hacia Madrid. Sigo recuperando el sueÒo perdido. Quiero hacer fotos de Mallorca desde los 10.000 metros de altura, pero dada la espesa capa de nubes, opto por seguir con mi sueÒo. En el trayecto Roma ñMadrid, el aviÛn suele estar a un cuarto de su capacidad, por lo que me apodero de cuatro asientos y me estiro tranquilamente. La megafonÌa me despierta y regreso a mi asiento. Llegamos a Madrid sin novedad. Tengo tiempo m·s que suficiente para ir hasta la puerta de embarque del aviÛn que me llevar· hasta Palma. El aviÛn tiene algo de retraso y Spanair, en cumplimiento de su polÌtica comercial, nos obsequia a todos con un billete gratis para el mismo trayecto. Gracias, pero no voy a comprar un billete de ida que me va a costar m·s caro que uno de ida y vuelta, pero gracias, lo que cuenta es la intenciÛn, y ojal· otras compaÒÌas hicieran lo mismo. Llegando a Palma sÛlo pienso en una cosa: mis maletas. Los trasbordos y el paso por Barajas siempre me hacen pensar en lo mejor. La suerte que me abandonÛ al sobrevolar la India, vuelve a estar de mi parte. Las maletas parecen en la cinta de los equipajes extra-comunitarios. Hay dos o tres personas m·s y un guardia civil. ConfÌo en que no me haga abrir las maletas, m·s que nada por el engorro que supone. Simplemente me pregunta de dÛnde vengo y si tengo algo que declarar, obviamente mi respuesta es negativa. TodavÌa recuerdo aquella vez en que me registraron hasta la suela de los zapatos y trajeron a perro para que olisqueara mis pertenencias. No encontraron nada, lÛgico. Pero no sÈ por quÈ la tomaron conmigo y quisieron hacerme pagar 30.000 pesetas que finalmente quedaron en 15.000. Miraron hasta el precio de los libros que traÌa para hacerme pagar el IVA o yo quÈ sÈ quÈ. La cuestiÛn es que en estas circunstancias, estamos atados de pies y manos, y no queda m·s que transigir. Ya sÈ que la palabra Bangkok o Tailandia hace saltar la alarma inmediatamente e intento suavizarla con una sonrisa propia de turista sexual que ha ido a pasarlo bien un par de semanas.
Lo ˙nico que le preocupa al guardia civil es la fiebre del pollo. Tras confirmarle que no llevo comida, cosa incierta, me deja pasar. Los seis cartones de tabaco han entrado en EspaÒa a espaldas del fisco. Me siento satisfecho.

Tomo un taxi. Desde la ventanilla veo la pista del aeropuerto, mi habitual lugar de trabajo. Es la seÒal de que ya estoy en casa y que mi vuelta a Asia deber· esperar varios meses.