14 febrero 2004

Tras una noche de paz y tranquilidad, amanezco con cierta tristeza. Ha comenzado la cuenta atr·s. Pocas son las horas que me quedan para gozar del reino de Siam. El aviÛn sale a las 12 de la noche, por lo que me conviene estar en el aeropuerto, como muy tarde a las nueve. A esas horas, los aviones hacia Europa salen uno tras otro, como si fuera el ˙ltimo fin de semana de julio en Palma.
Decido pasar mis ultimas horas en el cine, extraÒa decisiÛn que no sÈ a quÈ obedece, no le pido explicaciones a mi mente, simplemente act˙o seg˙n sus deseos. Hoy estrenan una comedia thai de la que vienen haciendo publicidad m·s de un mes. Si no la veo hoy, ya no la verÈ. El cine me relaja y si la pelÌcula resulta ser aburrida, me entretengo pensando en mis cosas. Afortunadamente no es asÌ y paso dos horas la mar de entretenido. En dicha pelÌcula se habla en ciertos momentos del Real Madrid, que junto al BarÁa y los toros, es el ˙nico referente hispano de los thais. Me hace gracia, y me hace recordar la ocasiÛn en que le preguntÈ a una chica si sabÌa cu·l era la capital de EspaÒa, y me respondiÛ que sÌ, muy orgullosa de su cultura, y me dijo que era: Real Madrid. Conteniendo la risa y por no ofenderla, le dije que muy bien, que sÌ, mientras me imaginaba a Florentino de presidente de gobierno y a la plantilla con sus respectivas carteras ministeriales.
Regreso a casa con cierta premura tras realizar las ˙ltimas compras, las que se tenÌan que hacer hace un mes. SÈ, por experiencia, que el momento de cerrar las maletas es un momento muy crÌtico y en ciertas ocasiones desesperante; todos los c·lculos de volumen y peso resultan errÛneos, por mucho empeÒo que se haya puesto en que no fallen.
Me afeito, me ducho y me pongo manos a la obra. No tardo en darme cuenta que la frase ìEste aÒo no he comprado casi nadaî, se aleja de la realidad un aÒo m·s. Me saca del apuro una bolsa que utilizo para ir a la playa y de compras. Conocedor del funcionamiento de los aeropuertos, destino a esa bolsa todo lo que me podrÌa permitir perder: calzoncillos, calcetines, camisetas blancas y dem·s cosas prescindibles. No desconfÌo de la honradez de los trabajadores del aeropuerto de Bangkok, pero no tengo candado para cerrar la bolsa, la ˙nica forma de evitar que se pongan a rebuscar en mi bolsa es poniendo las prendas m·s Ìntimas usadas, obviamente, en la parte superior, con el fin de ìrepeler cualquier ataqueî. La bolsa llegÛ bien a su destino y estoy seguro de que los perros de la Guardia Civil, todavÌa hoy, podrÌan seguir mi rastro hasta mi casa, tras la enorme dosis de feromonas inhalada en mi equipaje.
No sÈ cÛmo, pero logro cerrar mis maletas, mi equipaje de mano, mi ordenador, todo est· en su sitio. Bajo hasta la entrada de los apartamentos, los guardias de seguridad llaman un taxi y se despiden con cierta tristeza de mÌ, no en balde les daba buenas propinas en fechas seÒaladas. Les doy 200 bahts y les digo que en unos meses ya estarÈ de nuevo por allÌ. Les caÌa bien. Cada vez que entraba en casa, grandes saludos militares con chasquido de sus botas con chapa met·lica incluido. Ciertamente les intrigaba un tipo que salÌa a las once de la noche y regresaba siempre borracho, en ocasiones con un uniforme, en ocasiones con otro, un tipo que desaparecÌa durante unos dÌas camino del aeropuerto y regresaba para volver a marcharse, un tipo que no traÌa mujeres (ni hombres) a casa, un tipo que bajaba a comprar el periÛdico a las seis de la tarde, en fin, un ejemplo a seguir...

Camino del aeropuerto, ya en la autopista, veo un termÛmetro que indica que estamos a 30 grados, suspiro hondo al pensar la temperatura que me voy a encontrar en EspaÒa. Tardo poco en llegar. Me dirijo a los mostradores de facturaciÛn rezando para que la persona que me atienda no se fije demasiado en el peso de mi equipaje. Por mi experiencia al otro lado del mostrador, sÈ que todo depende de quiÈn me facture. Entrego mi billete junto a mi pasaporte y mi tarjeta de ìfrequent flyerî de Thai Airways y mi mejor sonrisa, mientras voy depositando mi equipaje en la balanza. Miro el peso: 40 kilos. Trago saliva y observo, con cierto temor, la reacciÛn de la chica. Mira su pantalla, teclea el ordenador, saca por la impresora las etiquetas y las tarjetas de embarque. Una vez m·s, mi ìinstinto aeroportuarioî me dice que esta vez me he salvado. Si ha iniciado el proceso de facturaciÛn sin decir nada sobre el exceso de peso lo que significa que no voy a tener que pagar nada ni voy a tener que empezar a solicitar la compasiÛn entre compaÒeros de trabajo blandiendo mi documentaciÛn aeroportuaria. SÛlo el aÒo pasado los malditos de Swiss me hicieron pagar casi 20 mil pesetas por unos kilillos de m·s, menos de los que llevaba el dÌa en cuestiÛn.
Me voy hasta inmigraciÛn. El oficial, encargado de comprobar que mi documentaciÛn est· en regla, mira una y otra vez la foto de mi pasaporte y mi cara. La foto tiene unos seis aÒos y desde entonces he cambiado bastante. Al hombre no le cuadra que en la foto haya un tÌo delgado y de pelo castaÒo y delante de Èl se presente un hombre con 20 kilos m·s y el pelo rubio. Pongo la mejor de mis sonrisas y me entrega el pasaporte de vuelta. Todo ha ido sobre ruedas. Hasta que comience el embarque tengo m·s de una hora. Me voy al ìduty freeî a aprovisionarme de tabaco y perfume. Llevo en total seis cartones lo que me supone un ahorro de aproximadamente 120 euros. ConfÌo en que la Guardia Civil no se interese demasiado por mi equipaje. Junto a la tienda libre de impuestos veo una especie de kiosko que vende una prenda ˙nica: camisetas. Me acerco para ver de quÈ se trata. Son camisetas conmemorativas del 72 cumpleaÒos de la reina Sirikit, muy querida por la poblaciÛn. Me compro una, sÈ que los tailandeses son muy devotos de todo lo relativo a la casa real. Cuando vuelva y lleve la camiseta, serÈ la envidia de m·s de uno.
Tras las compras me voy al KFC a tomar algo, observo que la gente sigue comiendo pollo con total tranquilidad, pero yo me tomo un tÈ, ya comerÈ en el aviÛn. Con el saldo que me queda en mi mÛvil tailandÈs llamo a mis amistades para despedirme, aunque la tristeza de antaÒo se ve hoy paliada por las nuevas tecnologÌas. Antes, uno se despedÌa de verdad, ahora con un ìhasta luegoî o ìhasta maÒanaî basta. Sin embargo, hay cosas que no se pueden suplir a pesar de ìe-mailsî y de ìwebsî y forums que se crean sin cesar sobre las cualidades tailandesas. Hablo con Leo y con una amiga (una normal, esta no es puta) hasta agotar los pocos bahts que quedaban.
En el tiempo que me queda, me pongo a recordar lo que han sido estos dos meses. Me acuerdo de las horas pasadas en el Pretty Lady, un go-go bar que podrÌa ser calificado como de tercera regional, pero con una atenciÛn al cliente difÌcil de encontrar por esos lares y una relaciÛn calidad/precio muy ventajosa. ìMoquiî ìmoquiî les hacÌa a las chicas entrando en el local, ahora al entrar en un bar, ser· conveniente que me ponga las manos en los bolsillos para evitar tentaciones. TambiÈn aparecen en mi mente las im·genes de Camboya: los campos de tiro, los paseos nocturnos por la ciudad, el Sharkyís, el Martiniís, dÛnde recuerdo una noche en que un asi·tico (no sÈ si chino, japonÈs o coreano) decidiÛ de ìmotu propioî unirse a la banda que tocaba en directo y nos martirizÛ, a todos los presentes, con un ìBÈsame muchoî, en espaÒol, que nunca llegaba a su fin, a pesar de los reiterados intentos de los m˙sicos para que el personaje aficionado al karaoke diera por terminada su actuaciÛn. Bali me entretuvo durante diez dÌas. De tebeo eran las docenas de camellos que me ofrecÌan drogas y todo lo que yo quisiera, a pesar de que los estaba filmando descaradamente con mi c·mara. Honda impresiÛn me causÛ en esta isla paradisÌaca la visita al lugar en el que hizo explosiÛn una bomba que acabÛ con la vida de m·s de doscientos jÛvenes que disfrutaban de sus vacaciones. Mientras me tomaba mis copas a escasos metros de dÛnde ocurriÛ, en el Paddyís Reloaded, me imaginaba las escenas de terror que debÌan de haberse vivido en aquella fatÌdica noche.
Mientras me iba acabando el tÈ, seguÌan fluyendo las im·genes de dos meses de fiesta continua. Pensaba en la chica asesinada en los baÒos del hotel Grace por un ìquÌtame allÌ esas pajasî. Pobre chica, no sabÌa que al acabar con su vida, tambiÈn acababan con este lugar de diversiÛn nocturna. Desde el asesinato, nadie volviÛ a pisar el local, y todos los que hasta allÌ acudÌamos como ˙ltimo refugio nocturno, qued·bamos esparcidos por la ciudad.
Tengo asignada la puerta de embarque n˙mero seis. No est· precisamente cerca, por lo que decido emprender la marcha para no ser el ˙ltimo en llegar y quedarme, por lo tanto, sin lugar donde sentarme. La espera ser· algo m·s larga ya que no se trata de un ìfingerî. Cambio la tarjeta sim de mi mÛvil y llamo a EspaÒa para anunciar mi regreso en perfecto estado, no ser· necesaria la ambulancia a mi llegada.
Comienzan el embarque con cierto retraso, pero en estos vuelos de tan larga distancia poco importa ya que el tiempo se puede recuperar, si las inclemencias atmosfÈricas lo permiten (cosa que no sucediÛ en este caso, sino m·s bien lo contrario).
Soy de los ˙ltimos en subir a bordo. El aviÛn est· al m·ximo de su capacidad. No encuentro lugar donde colocar mi excesivamente voluminoso equipaje de mano. Un solÌcito auxiliar de vuelo acude en mi ayuda y encuentra lugar para la maletita, el ordenador y la bolsa del ìduty freeî. Me siento en la antepen˙ltima fila, en caso de accidente, tendrÈ m·s probabilidades de salvarme, pero no es ese el motivo de mi elecciÛn. Dependiendo de la configuraciÛn que le dÈ cada compaÒÌa, generalmente, los asientos de ventanilla de las ˙ltimas tres filas de un 747 tienen m·s espacio, ya que queda un hueco entre el asiento y la ventanilla, lo que me da sensaciÛn de m·s amplitud, bueno, m·s que sensaciÛn es una realidad. Mi compaÒero de viaje pone disimuladamente cara de decepciÛn. Lo m·s probable es que pensara que podrÌa viajar cÛmodamente con un asiento libre a su lado, pero con mi llegada, su esperanza se diluye. La salida del aparato se sigue retrasando. Algo sucede. Finalmente, el comandante nos informa del motivo. Motivo que yo ya sospechaba al ver el movimiento del personal de la compaÒÌa y los requerimientos por parte de la tripulaciÛn a que el seÒor X comunicara su presencia a bordo. Faltaban dos pasajeros. HabÌa que buscar su equipaje. Y buscar dos maletas entre unas 600, no se hace en diez minutos. Entablo conversaciÛn con la persona que me va a acompaÒar durante casi 14 horas de vuelo. Se llama Pepe y es un espaÒol enamorado de Asia, lleva aÒos viajando y viviendo por estos lares. Al poco tiempo nos damos cuenta de que tenemos amigos en com˙n, tampoco es demasiado extraÒo, dado que el espaÒol no se prodiga en exceso por este continente. Parece que o han aparecido los pasajeros o han aparecido las maletas. La cuestiÛn es que el aviÛn empieza a ser empujado marcha atr·s. Tardamos un poco en despegar, el tr·fico es intenso. Mientras ascendemos, veo a mi derecha los millones de luces que iluminan la ciudad. Intento reconocer lugares e imagino lo que est· sucediendo allÌ en estos momentos. Pasada una hora tras el despegue, comienzan a distribuir las bandejitas con la cena. LÛgicamente no hay pollo. Pido pescado. Termino la cena mientras sigo charlando animadamente con Pepe. Recogen las bandejas y es hora de tomar mi ìcocktail del sueÒoî: alprazolam, doxilamina y doxepina.
Se apagan las luces. Nos damos las buenas noches. Voy equipado con todo lo necesario para tener un sueÒo reparador: antifaz, tapones para los oÌdos, almohadilla hinchable para la cabeza, cojÌn, mantita. Parece que todo est· en su sitio y que cuando me despierte cuando estÈ llegando a Roma. °QuÈ ingenuo soy! Parece mentira que tras tanto viaje, no tenga en cuenta los imponderables. Cuando sobrevolamos la India (c·lculo aproximado hecho muy a ojo) empieza el traqueteo. Un leve balanceo para inducir al sueÒo, siempre se agradece. Pero el traqueteo no cesa y se torna en sacudida brusca. Intento conciliar el sueÒo mientras veo por la ventanilla las alas del aviÛn que se mueven como las de un p·jaro. No tengo ning˙n miedo, pero me incomoda estar grogui y no poder dormir. Cuando cierro los ojos empiezo a marearme. Opto por despojarme de toda la parefernalia montada para dormir. El pescado comido durante la cena parece recobrar vida en mi interior por momentos. Pasan los minutos y la montaÒa rusa no se detiene. Pasa una hora. Pasan dos. Ya me inquieto porque yo no voy aguantar horas y horas de tiovivo. El aviÛn maniobra para evitar este viento tan violento, o eso creo yo, tal vez las maniobras son las obligadas en su ruta. La cosa parece que va a menos por momentos, pero cuando ya estoy dispuesto a dormirme, vuelve a la carga. Miro por la ventanilla, veo una gran ciudad atravesada por un rÌo, rebuscando en mi memoria intento adivinar cu·l es, m·s que nada, por situarme, cosas del aburrimiento...
Dios se apiada de mÌ. El aviÛn deja de moverse y el pescado se queda donde debe. El cocktail todavÌa hace efecto y ya son las seis de la maÒana en Tailandia, hora en que me suelo dormir.
Me despierto poco antes de que repartan el desayuno. El olor proveniente de los hornos me ayuda a sacar la conclusiÛn de que falta poco para llegar, antes de abrir los ojos para ver la hora. Con lo movidita que ha estado la noche, poco es el apetito que tengo, de todas formas, algo como. Aterrizamos en Roma. Aprovechamos para estirar las piernas una hora. Seguimos camino hacia Madrid. Sigo recuperando el sueÒo perdido. Quiero hacer fotos de Mallorca desde los 10.000 metros de altura, pero dada la espesa capa de nubes, opto por seguir con mi sueÒo. En el trayecto Roma ñMadrid, el aviÛn suele estar a un cuarto de su capacidad, por lo que me apodero de cuatro asientos y me estiro tranquilamente. La megafonÌa me despierta y regreso a mi asiento. Llegamos a Madrid sin novedad. Tengo tiempo m·s que suficiente para ir hasta la puerta de embarque del aviÛn que me llevar· hasta Palma. El aviÛn tiene algo de retraso y Spanair, en cumplimiento de su polÌtica comercial, nos obsequia a todos con un billete gratis para el mismo trayecto. Gracias, pero no voy a comprar un billete de ida que me va a costar m·s caro que uno de ida y vuelta, pero gracias, lo que cuenta es la intenciÛn, y ojal· otras compaÒÌas hicieran lo mismo. Llegando a Palma sÛlo pienso en una cosa: mis maletas. Los trasbordos y el paso por Barajas siempre me hacen pensar en lo mejor. La suerte que me abandonÛ al sobrevolar la India, vuelve a estar de mi parte. Las maletas parecen en la cinta de los equipajes extra-comunitarios. Hay dos o tres personas m·s y un guardia civil. ConfÌo en que no me haga abrir las maletas, m·s que nada por el engorro que supone. Simplemente me pregunta de dÛnde vengo y si tengo algo que declarar, obviamente mi respuesta es negativa. TodavÌa recuerdo aquella vez en que me registraron hasta la suela de los zapatos y trajeron a perro para que olisqueara mis pertenencias. No encontraron nada, lÛgico. Pero no sÈ por quÈ la tomaron conmigo y quisieron hacerme pagar 30.000 pesetas que finalmente quedaron en 15.000. Miraron hasta el precio de los libros que traÌa para hacerme pagar el IVA o yo quÈ sÈ quÈ. La cuestiÛn es que en estas circunstancias, estamos atados de pies y manos, y no queda m·s que transigir. Ya sÈ que la palabra Bangkok o Tailandia hace saltar la alarma inmediatamente e intento suavizarla con una sonrisa propia de turista sexual que ha ido a pasarlo bien un par de semanas.
Lo ˙nico que le preocupa al guardia civil es la fiebre del pollo. Tras confirmarle que no llevo comida, cosa incierta, me deja pasar. Los seis cartones de tabaco han entrado en EspaÒa a espaldas del fisco. Me siento satisfecho.

Tomo un taxi. Desde la ventanilla veo la pista del aeropuerto, mi habitual lugar de trabajo. Es la seÒal de que ya estoy en casa y que mi vuelta a Asia deber· esperar varios meses.

09 febrero 2004

Entre whiskies, benzos, tetas y culos, ha llegado febrero y ni me he dado cuenta. Febrero es un mes bastante odioso, por una parte se celebra le carnaval, cosa que no soporto, tanto gilipollas por la calle disfrazado y dando el coÒazo con sus bromitas y sus ìøa que no me conoces?î. Para terminar el mes con alegrÌa, ahÌ est· San ValentÌn... San ValentÌn, San valentÌn, °VALIENTE IDIOTEZ ! Lo que habrÌa que celebrar, es el hecho de NO estar enamorado, eso sÌ es digno de celebraciÛn, tanto es asÌ que yo lo celebro a lo largo de m·s de dos meses cada aÒo.
A lo que iba, que con la llegada del mes m·s corto del aÒo, llega la hora de regresar al viejo continente, muy a mi pesar, aunque mi hÌgado me lo agradece con creces. El cuerpo comienza a dar muestras de flaqueza. Una otitis salvaje me ataca desprevenidamente, nunca he sufrido este mal y por ello no reconozco bien los sÌntomas, creo que es alguno de esos males que me aquejan de vez en cuando y que curo a base de g¸isqui y trankimazÌn, pero no. En el go-go bar soporto mejor el dolor por la anestesia del alcohol y la distracciÛn que me proporcionan mis amigas, pero una vez en casa, tras el baÒo habitual ya, la inflamaciÛn comienza a hacerse insoportable, no puedo reposar la cabeza en mi lado izquierdo. El dolor me lleva al borde del llanto. Me fumo un pitillo tras otro, me tomo una ìDormidinaî, luego medio TrankimazÌn, luego otro pitillo, luego unos Alka-Seltzer que encuentro por ahÌ, luego otro pitillo, luego otro medio TrankimazÌn, luego se hace de dÌa. El agotamiento y la quÌmica consiguen que duerma unas horas, una vez m·s el TrankimazÌn me ha salvado la vida, es un autÈntico b·lsamo de Fierabr·s. Claro que el respiro es moment·neo, hay que buscar una soluciÛn r·pida y efectiva. Llamo a mi seguro en EspaÒa, ellos se encargan de las gestiones para que pueda acudir a un hospital. Dos horas de clase y en tailandÈs es mucho tiempo, llego tarde y me voy pronto, tengo prisa por llegar al hospital. La moto-taxi tarda menos de 10 minutos en llegar, en menos de 15 me atiende el mÈdico. Confirma lo que ya sÈ. Me receta unos antibiÛticos, por suerte es mi ˙ltima noche y no tengo pensado salir, por lo que la imposibilidad de beber alcohol no me importa. De regreso a casa paso por delante del Nanas, el dolor de la noche anterior me hace ver las cosas con m·s cordura, por lo tanto, no tengo tentaciones malvadas. Me conformo con recordar la noche anterior, noche de despedida. Esa noche salgo con Leo y con Paco, hacemos una ronda general de go-gos, vamos a los m·s habituales (Hollywood, Rainbow II, Rainbow I, etc.) y terminamos en el de siempre, el Pretty Lady. Es miÈrcoles, un dÌa en el que suelen estar casi todas las chicas. Entramos en el local y nos instalamos cÛmodamente en la barra donde bailan las mozuelas, para tenerlas a mano y verlas bien de cerca. No tardan en acercarse las que m·s conocemos. AquÌ, la costumbre es, en cambio de dar dos besos, hacer un repaso de su cuerpo con las manos. Para no faltar a la tradiciÛn, asÌ lo hacemos. Mientras charlan amigablemente con mis amigos, yo me entretengo intentando colar mi mano por cualquier recoveco de sus cuerpos que veo a mi alcance. Estando enfrascado en tan ardua labor, aparece Wan vestida de calle, lo que significa que viene de estar con un cliente. La recibo con un ìguarrilla, øde dÛnde vienes?î , pregunta harto retÛrica en esas circunstancias. Sabe que es mi ˙ltima noche y ha venido a despedirse. Nunca me la he llevado, pero siempre nos hemos llevado bien, tal vez justamente por este motivo nos llevamos bien... por lo menos tengo la tranquilidad de que en nuestra relaciÛn no median intereses econÛmicos, por mi parte sÛlo hay lujuria, por la suya, amistad con un occidental que habla tailandÈs y que la escucha y le habla cada noche de lo divino y de lo humano. Daa est· con un cliente sentada en un sof·. Nos saludamos desde la distancia para no espantar al primo que va a soltar los cuartos esa noche. Sin apenas percatarme, llegan las dos de la maÒana. Hemos pasado m·s de dos horas charlando y bebiendo. Es mi noche de despedida y yo me ocupo de la cuenta. No llega a cinco mil pesetas. Pienso que dentro de una semana, me gastarÈ lo mismo, pero sin haber invitado a nadie y con las manos en los bolsillos, frente a una barra abarrotada de gente vestida de invierno. Cuando quiero darme cuenta, todas las chicas conocidas han desaparecido. Salimos a la calle. Observo con satisfacciÛn que cierta normalidad ha vuelto a las calles. Ya se puede beber alcohol en los puestecillos de la calle, bueno... poder no se puede pero la policÌa vuelve a hacer la vista gorda a condiciÛn de que los puestos ambulantes simulen vender sopas de fideos y las copas se sirvan en vasos de cartÛn, es cutre pero mejor eso que no marcharse a casa a las dos. Tengo la sensaciÛn de vivir en ìChicago aÒos 20î bebiendo g¸isqui oculto tras un enorme cuenco de sopa. Tal es asÌ que espero en cualquier momento que aparezca un negro bailando claquÈ para amenizar la noche, al tiempo que el puesto de flores de al lado se gira y aparece una enorme ruleta, en cuanto la policÌa dobla la esquina. En fin, son los simples delirios de una noche de despedida. Me marcho pronto, el oÌdo est· empezando a dar avisos de la noche que me va a hacer pasar.

Aprovecho la noche de sobriedad obligada para descansar. Quiero levantarme pronto (relativamente) y disfrutar de las pocas horas que me quedan en Bangkok. Me voy al palacio de la inform·tica (Panthip) y ... °oh! øQuÈ ven mis ojos? El soporte para port·til con ventiladores y puertos USB incorporados. HacÌa m·s de un mes que lo esperaba, ya pensaba que me irÌa sin haberlo podido comprar. Lo compro, lo instalo y me apresuro a llamar a Leo. Desde que le expliquÈ mi intenciÛn de comprarlo se mofaba del artefacto, sin acabar de entender su utilidad, probablemente por la poca claridad de mis explicaciones dadas entre copa y copa frente a las go-go girls, que siempre son elemento de distracciÛn. Ante las excelencias de los resultados por mÌ descritas, no tarda en compr·rselo y pasa a formar parte del club de los que tenemos port·til con ventiladores suplementarios.

Ya cuento las horas que me quedan. Las maletas est·n pr·cticamente hechas desde hace dos dÌas, pero el momento crÌtico de cerrarlas y comprobar que ello es imposible todavÌa no ha llegado.

04 febrero 2004

Atr·s dejo Camboya con sus grandezas y sus miserias, atr·s quedan recuerdos que ser·n para siempre imborrables...

Pero hay que mirar al futuro, en este caso al futuro m·s inmediato que son las putillas de la capital siamesa.

Aterrizo en el aeropuerto de Bangkok sobre el mediodÌa, buena hora, no hay tr·fico todavÌa. Consigo llegar a mi apartamento antes de la una, tiempo para hacer un par de compras, un masajito de pies, y a la piltra a dormir las horas que no pude dormir la noche anterior. Hay que estar en forma para enfrentar la noche bangkokiana. Hace dÌas que no me ven y seguro que mis amigas est·n preocupadas.
Me levanto sobre las siete de la tarde. Me acerco al restaurante de los cupones, no, nada que ver con la ONCE. Se trata de un tipo de multi-restaurante muy difundido por el paÌs. Se compran cupones en un chiringuito, como si dinero del Monopoly se tratara, se coge una bandeja y se va de puestecillo en puestecillo comprando los alimentos que m·s nos agradan. Suele haber de todo, desde comida local hasta cocina italiana, pasando por japonesa o coreana. Terminado el recorrido, nos sentamos en una mesa y degustamos lo que hemos comprado. Una vez la panza llena, nos levantamos y nos vamos tranquilamente, sin esa absurda obligaciÛn impuesta por los ìrestaurantesî de comida r·pida de tener que limpiar uno la propia mesa. Si nos sobra dinero del que hemos comprado, volvemos al chiringuito y nos retornan dinero de curso legal. Es un tipo de restaurante poco conocido por los turistas, una l·stima, porque son realmente econÛmicos. La noche en cuestiÛn, me como un filete de salmÛn a la plancha por 40 bahts (menos de un euro).
Me voy paseando por Sukhumvit desde el restaurante hasta el Nanas, unos cuantos metros, pero que se pasan r·pido dado el espect·culo callejero que se organiza a esas horas con los comerciantes instalando sus puestos, las putas saliendo de sus cuevas y los turistas dando muestra de los primeros signos de embriaguez.
Entrando en el Nanas, me para un turista, y me mira cÛmo si me conociera, le sigo el rollo y le saludo con cierta efusividad, m·s falsa que un euro de madera. Intento que me dÈ pistas a ver si recobro la memoria. Pronuncia la palabra ìCambodiaî, ciertamente debe de haberme conocido allÌ. Me presenta a su ìnoviaî, en un primer momento la confundo con un travesti (abundantes en esa zona) y pienso: ìpobrecillo Èlî. Al hablar ya veo que no lo es, sin embargo, ella no estaba en Camboya, o sea que Èl se la estaba pegando a ella con las camboyanas y vietnamitas, en fÌn, un lÌo. Esto de peg·rsela el uno al otro se estila mucho por aquÌ, y yo que pensaba que era patrimonio de nuestro gran paÌs. El chaval en cuestiÛn me cuenta a grandes rasgos lo que ha hecho estos dÌas y con gran pesar me dice que se vuelve a Gran BretaÒa (creo) en un par de dÌas, supongo que sin su ìnoviaî. Le deseo suerte y me marcho, me marcho preocupado, muy preocupado. øCu·ndo y dÛnde he conocido yo a este joven? No paro de darle vueltas al asunto, y todavÌa hoy no hallo respuesta. øSer· la medicaciÛn? øSer· el whisky? Me temo es que la combinaciÛn de ambos. No irÈ al mÈdico porque ya sÈ lo que me va a decir, o sea que prefiero ahorrar su tiempo y el mÌo.
Para forzar la memoria, me instalo en el Pharaos y pido la primera copa mientras veo por televisiÛn uno de esos est˙pidos espect·culos de ìpressing catchî que tanto encandilan a los estadounidenses. Recuerdo que de pequeÒo, cuando a˙n no residÌa en EspaÒa, me fascinaba, pero era un niÒo y me lo creÌa. Lo patÈtico del asunto es que los que lo miran, lo pagan y lo gozan SON ADULTOS Y ESO ES MUY TRISTE (lÈase con voz de Pumares). Luego no me extraÒa que monten guerras como la de Irak. Terminado el bochornoso espect·culo viene una sesiÛn de crÌquet desde Australia. Entre el brit·nico que no sÈ de dÛnde lo conozco, el ìpressing catchî y el crÌquet, me est·n dando la noche. Hace falta con urgencia un cambio de tercio. Pago mis copas y me voy a ver a mis niÒas del Pretty Lady, a ver si me hacen olvidar un comienzo tan desastroso. Los camareros y encargados me reciben con la amabilidad que les caracteriza cuando est·n presentes ante alguien que saben que se va a dejar una pasta. No les quita mÈrito, pero es asÌ. Tailandia es el paÌs de la sonrisa, si antes has pasado por caja, naturalmente. No quiero decir que sean unos interesados, pero hay que pasar la ìprueba del algodÛnî y esa prueba consiste en gastar dinero. Luego, aunque no seas un derrochador, ya te tienen en estima, al margen del nivel de tu cuenta corriente.
Paso lista, parece que est·n todas, por lo menos las que m·s conozco, es decir, las que pueden sufrir abusos deshonestos por mi parte sin poner excesiva resistencia. Lo curioso de estas chicas, es que si un dÌa, por el motivo que sea, dejas de meterles mano, se preocupan. En alguna ocasiÛn que he tenido la moral baja, me he presentado allÌ a tomarme mis copas pero sin hacerles demasiado caso, quiero decir, las saludaba, pero no les tocaba el culo, ni las tetas, no les bajaba las bragas y ni hacÌa ning˙n acto l˙brico de los habituales en estos locales. Entonces venÌan ellas a preguntarme quÈ me pasaba y se ofrecÌan voluntarias a sufrir mi acoso, a sabiendas de que ello podÌa remontarme la moral, tal y como sucedÌa en la mayorÌa de los casos.
Hoy tambiÈn est· la chica-perchero. No es que estÈ quieta la mujer, es que en lugar de pechos tiene prominentes pezones de los que se podrÌan colgar numerosas prendas, sin que Èstos llegaran a doblarse, un autÈntico prodigio de la naturaleza.
Todas suelen ir vestidas con un bikini, que se quitan a la hora de bailar. Hay cierta uniformidad en los modelos, pero algunas, por destacar sobre las dem·s, utilizan modelos particulares. Una de las chicas, en su af·n por ser original, estrena hoy un nuevo modelo. Toda una serie de finas cintas recorren su cuerpo unidas a su vez por anillas met·licas, formando una suerte de malla; el trozo de tela (parece pl·stico) que recubre su parte m·s Ìntima tiene un pequeÒo problema, se mete dÛnde no debe y al mismo tiempo deja al descubierto los laterales de lo que debiera cubrir, todo ello debido, a mi entender a que las cintas que recorren su cuerpo estiran el bikini hacia arriba. Le hago notar, repetidamente, el pequeÒo inconveniente que tiene su reciÈn estrenada prenda, cosa que la hace sonrojarse mientras procura arreglar buenamente y con cierto disimulo el entuerto en que se encuentra.
S˙bitamente, mientras tomo la enÈsima copa, mis ojos tienen la oportunidad de contemplar un espect·culo inusual por estas latitudes. Una occidental decide unirse a las chicas que bailan sobre el estrado ante la atenta mirada de su pareja. Para no desentonar, se despoja de todas las prendas que no llevan las dem·s. Entra muy bien en su rol, sabe moverse, sabe lo que es una barra de go-go, y sabe que los juegos lÈsbicos forman parte del espect·culo. No quiero aventurarme sobre cu·l es su profesiÛn, pero la sospecho. Por sus rasgos parece ser de Europa del este. Goza y disfruta cuando la miran. Los m·s sorprendidos, agradablemente, son los orientales (japoneses, coreanos, chinos, etc.) que no suelen ver con frecuencia a mujeres blancas desnudas y moviÈndose a escasos centÌmetros de sus caras. Entre el jolgorio y los aplausos de todos los presentes la chica regresa con su pareja que est· rebosante de orgullo de tener una mujer que se va desnudando por los bares. Hay que ser muy liberal o gilipollas.
Va pasando la noche y el alcohol se hace notar. Pide cambio de terreno de juego. Me traen la habitual abultada cuenta, la pago y, tocando tetas y culos a modo de despedida, salgo del local.
Me encuentro con un gran despliegue policial. øHa vuelto Al-qaeda a amenazar este centro de ìvicio y perversiÛnî? No. Es un control m·s de ìyaa-baaî, la droga m·s en boga en Tailandia, una meta-anfetamina que algunas putas toman para aguantar la noche. Las dem·s no toman y la aguantan igual, pero bueno, eso es otra historia. Al igual que muchos otros, me quedo por allÌ curioseando. Observo que el objetivo del control, que consiste en una toma de muestra de orina, se dirige b·sicamente a los travestÌs. Por el ambiente reinante, m·s bien parece una fiesta, por lo que dudo que haya alg˙n resultado positivo. Me da la impresiÛn de que se trata m·s bien de un golpe de efecto hecho delante de todos los turistas, para que luego cuenten en sus paÌses que en Tailandia se preocupan mucho por la droga. Estos mismo controles se han hecho en colegios y universidades y allÌ sÌ ha habido resultados positivos. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, los alumnos que dan positivo, no son castigados sino enviados a centros de desintoxicaciÛn. Toda esta guerra contra la droga lleva en funcionamiento apenas un aÒo y todavÌa no se ven resultados espectaculares. Se le ha dado carta blanca a la policÌa para que elimine a los narcotraficantes y hasta el momento ha habido unos dos mil muertos, en m·s de un caso, se duda que el muerto tuviera relaciÛn con la droga. Los efectos quiz·s se noten a medio plazo, de momento todo parece seguir igual.

El cuerpo me pide retirada. Le hago caso. Estoy bastante cansado de beber alcohol despuÈs de las 2 como si estuviera consumiendo alguna sustancia prohibida. En casa me espera la piscina y algo sÛlido en la nevera para darle a este cuerpo tan maltratado.
TodavÌa me quedan unos dÌas, y no es cuestiÛn de ponerse enfermo en el ˙ltimo momento.

29 enero 2004

Camboya, bonito nombre para un paÌs, sugiere un sinfÌn de pareados: ìEstoy hasta la p...., me voy a Camboyaî, ìme gusta Camboya, porque siempre me tocan la p....î, etc. etc..

Me cuesta levantarme, como siempre. Hoy, al igual que UNICEF, he decidido dedicar un dÌa a la infancia.
Tras el ritual de cada dÌa: paseo por la piscina, lectura de periÛdico y masaje de pies, me preparo para la aventura del dÌa. Me visto de turista (pantalÛn corto, camiseta y bolsa de agencia de viajes) y salgo del hotel. Se me acerca un menda que me dice que mi taxista habitual est· ocupado, que Èl se encarga de mÌ. Por mÌ no hay problema, pienso pagar lo mismo, o menos si cuela. Le indico mi destino del dÌa: Svay Pak, tambiÈn conocido por kilÛmetro 11 (KM 11). Se trata de un poblado, por llamarlo de alguna forma, construido y habitado por vietnamitas. Ha aparecido en alg˙n programa de televisiÛn como cueva de pederastas. Quiero comprobarlo en persona y sacar mis propias conclusiones.
Pasada casi media hora de carretera, el coche reduce la velocidad y gira a la izquierda. Nos metemos por un camino de tierra, tierra en esta Època y barro el resto del aÒo. Otro giro a la izquierda y otro a la derecha. Ya tengo delante de mÌ el famoso KM 11. Una calle que no conoce el asfalto, flanqueada de edificios de una planta. Por la ventanilla veo el espect·culo, chicas por aquÌ, chicas por all·, ninguna parece interesada en mi presencia. Veo un par de tiendas, por llamarlas de alguna forma, una peluquerÌa, bueno, un sitio donde peinan gente y un par de bares. Antes de llegar al final de la calle, se me acercan chicos jÛvenes que pegan un salto para atr·s en cuanto ven mi c·mara de vÌdeo. Desde la distancia me indican que no puedo filmar nada, que apague la c·mara. Obviamente no est·n al tanto de las nuevas tecnologÌas que me permiten filmar con c·mara oculta, pero eso es otra historia. Apago la c·mara y pido excusas. Antes de bajar del coche, mi chofer me recomienda prudencia. Esto es territorio salvaje y puede pasar cualquier cosa, no hay policÌa, y la que hay est· lejos y prefiere no saber nada de esa zona. Bajo del coche y me instalo tranquilamente en un bar. Hay un pesado que lleva un rato persiguiÈndome pretendiendo ofrecerme el paraÌso en la tierra. Tiene aspecto de drogado, le sigo el rollo, no vaya a ser que se cabree y se monte la de Dios es Cristo. Si entiendo bien su inglÈs, me ofrece niÒas de todas las edades. Me dice que lo acompaÒe a una casa que hay por ahÌ atr·s. Le indico, por decir algo y escurrir el bulto, que mi ìguardaespaldasî (ya he ascendido al chofer) no me permite alejarme mucho y me obliga a estar siempre a su vista. Bebo mi coca-cola a sorbos r·pidos y entrecortados por el nerviosismo que me produce el individuo. Estoy en territorio extraÒo, en Tailandia ya le habrÌa cortado el rollo, pero aquÌ, es otra historia, soy un simple turista. En el momento en que me estoy levantando para dar una vuelta, aparece, como caÌdo del cielo, un hombre que me indica que vaya hacia una casa que hay frente al bar. No sÈ, a ciencia cierta, hacia dÛnde voy, pero por librarme del pesado drogado, cualquier lugar es bueno. El hombre abre un candado que cierra la puerta de lo que parece un garaje y me indica que entre. No hay nadie. Oigo cuatro gritos en vietnamita y aparece una joven. No me pregunta lo que quiero porque en lugar semejante sÛlo se viene a una cosa. Me invita a entrar en una habitaciÛn en la que hay dos sof·s. Van apareciendo chicas vestidas con algo que parece un pijama, no sÈ si les he interrumpido el sueÒo, pero son las cinco de la tarde y no creo que sea el caso. Hay unas cinco o seis para escoger, a cada cual m·s joven. No sÈ muy bien quÈ hacer, sigo con mi coca-cola en la mano. Bromeo con la ìjefaî de la casa. Pregunto la edad de las pobres chicas que est·n de pie frente a mÌ. Obviamente, todas tienen la edad legal para tener relaciones sexuales seg˙n mi interlocutora. No quiere pillarse los dedos por sÌ soy algo m·s que un simple turista. Mientras conversamos intento ver cu·l est· menos cohibida ante esta situaciÛn. Me pide 15 dÛlares, cosa muy significativa, ya que por una menor, nunca pedirÌa tan poco. Estoy encerrado en una casa con un candado grande como un puÒo, en un pueblo vietnamita en Camboya. Pasados diez minutos me veo obligado a elegir. Escojo la m·s risueÒa. Si se rÌe tanto, ser· que no le importa mucho la situaciÛn. Pago y subimos al primer piso. No hay apenas muebles en la sala principal. Cuatro o cinco puertas conducen a unas habitaciones bastante, o muy, penosas. Una cama, una mesilla junto a Èsta y un perchero en la pared, eso es todo lo que hay. øPara quÈ m·s? TambiÈn hay un cuarto de baÒo con ducha, pero un gigantesco cubo de agua me indica que no hay agua corriente, asÌ es.
Intento entablar una conversaciÛn por mÌnima que sea. Imposible. SÛlo logro que me diga su edad, o m·s bien, la que le han dicho que diga. Tal vez no sepa ni ella misma la edad exacta que tiene. Un ambiente ciertamente sÛrdido que no invita a nada, en cualquier caso, invita a marcharse lo m·s r·pido posible.
Le dejo hacer lo que ella considere que debe hacer.
Terminada la ìfiestaî, bajamos y la chica desaparece. Me encuentro solo, en una casa extraÒa que tiene por entrada un garaje cerrado a cal y canto, y nadie por ning˙n lado. Silencio. Ante semejante situaciÛn, me pongo a curiosear, abro un par de puertas, parecen cuartos de chicas, hay posters de grupos musicales, fotos, enseres femeninos. Pasan los minutos y sigue sin aparecer nadie. Me pongo a gritar: ìHello, hello, I wanna go homeî, ìAnybody at home?î, ìI WANNA GO HOOOMEEE!î. Finalmente aparece la seÒora de la casa que llama al hombre que me habÌa llevado hasta allÌ. Abre el candado y vuelvo a ser un hombre libre. No tardo ni dos segundos en subir al taxi. No quiero dar pie a que se me acerquen otros con ofertas ì2X1î o cosas por el estilo. Me marcho con un sabor agridulce. Por una parte, me alegra haber conocido un lugar tan peculiar, por otra parte me duele que estas chicas tengan que vivir en esas condiciones, porque, ya que se es puta, por lo menos que se viva bien.
Mientras me marcho, veo desde la ventanilla del coche un par de occidentales sentados en el bar. øAgentes de Interpol? øPuteros? øAgentes de Interpol puteros? No sÈ y me da igual. No he hecho nada ilegal que yo sepa.
Tomamos la carretera de vuelta a Phnom Penh. TodavÌa no ha anochecido, me queda algo de tiempo para pasear por la ciudad. Le indico a mi chofer, reciÈn ascendido a guardaespaldas, que me deposite cerca del paseo que bordea el rÌo. Tardamos casi media hora, no por la distancia sino por el caos de vehÌculos de todo tipo que circulan por la estrecha carretera. Entrados ya en la ciudad, veo a mi derecha un gran escenario y una multitud frente a Èste. No sÈ de quÈ se trata, y por ende, me interesa. Hago parar el coche, le doy 10 dÛlares al taxista, y Èste me mira con cara de circunstancias. En voz baja me pregunta si puedo darle m·s. Le respondo que ìni hablar del peluquÌnî, que 10 dÛlares ya es mucho por el tiempo que lo he utilizado. Hay que tener en cuenta que un dÌa entero son unos 25 $ y yo apenas he estado 3 o 4 horas. Me despido con un ìmaÒana ya hablaremosî. Cruzo la calle sorteando coches, motos, motocicletas, bicicletas y otros ingenios rodantes. Me paseo por la plaza he intento aproximarme hasta el escenario. Veo una c·mara sobre una tarima, deduzco que se trata de un programa de televisiÛn, dotes detectivescas que tiene uno. Desfilan cantantes, bailarinas, presentadores con aire almodovariano. Tiene que ser obra de JosÈ Luis Moreno, todo tiene una estÈtica muy particular, vestidos multicolores con lentejuelas, jÛvenes bailarinas (aquÌ tienen que ir m·s tapadas) que van y vienen entre un n˙mero y otro, etc. Grabo un rato con la c·mara y me voy. Mi misiÛn es otra. Tengo que encontrar a TeÛfilo el pedÛfilo.
Tras haber leÌdo el muy recomendable libro del periodista argentino Fernando Zin ìHelados y patatas fritasî, me intereso por los pedÛfilos occidentales que, por lo visto, abundan en esta ciudad. Su campo de acciÛn se circunscribe b·sicamente al paseo que hay junto al rÌo. Pongo en funcionamiento mi c·mara y la llevo en la mano de modo que parezca que no estoy grabando. El acoso de niÒos pedig¸eÒos es constante; por lo menos no ponen carita de pena para que les dÈ dinero y se rÌen de mÌ cuando los mando a paseo. No tardo en ver al primer sospechoso. Occidental, cincuentÛn, pantalÛn corto, calcetines y mocasines, curiosamente est· sentado junto a una niÒa y la que parece ser su madre o su hermana mayor. Me hago el despistado, los niÒos que se me arremolinan alrededor mÌo me ayudan, sin saberlo, en mi objetivo: quedarme allÌ a observar los movimientos del individuo. El tipejo empieza a inquietarse, m·s que nada porque ve que llevo una c·mara en la mano, y su actitud no deja de ser extraÒa. Una vez tomadas las im·genes, contin˙o mi paseo. Ya ha oscurecido mucho. Es hora de retirarme a mis aposentos, sin embargo, antes quiero pasar por uno de los pocos, o el ˙nico, supermercado con productos occidentales. Quiero comprar cuatro cosas para combatir el hambre repentina que me entra cuando regreso de mis fiestas nocturnas. Tras pasar por la caja, veo en una pared del establecimiento un panel con fotografÌas caseras. Me acerco a ver de quÈ se trata. Son fotos de ladronzuelos pillados con las manos en la masa. Posan con cara de ìyo no he sidoî junto a la mercancÌa que querÌan sustraer, debajo se inscribe lo que supongo que es su nombre. SerÌa cuanto menos gracioso aplicar esta pr·ctica en nuestro paÌs. Me imagino contemplando a la salida de Carrefour la foto de alg˙n conocido junto al juego de destornilladores y los paquetes de pilas que querÌa sustraer.
Junto al supermercado hay un nuevo restaurante de pasta. Me paro a comer unos espaguetis, curiosamente est·n buenos y saben a lo que tienen que saber, cosa que no suele suceder a menudo por estas latitudes, dÛnde los platos muestran una apariencia occidental pero a la hora de comerlos, uno se da cuenta de que est· lejos de casa.
Vuelvo al hotel, echo mi siestecita reglamentaria y me dispongo a salir. Mismo trayecto, a saber: Sharkyís, Martiniís y After Darkness. En esta ocasiÛn, por desidia, cansancio o excesiva embriaguez, no me llevo ninguna vietnamita de blanca piel (nada que ver con la piel blanca de los brit·nicos) para darle un gusto al cuerpo. El dÌa siguiente ser· sab·tico. Piscina, masaje, paseo, alguna foto y a descansar que por la maÒana hay que regresar a Bangkok, que seguro me echan de menos.

26 enero 2004

Entre las 14 horas y las 16 horas hago cuatro amagos de levantamiento. Finalmente, por posibles futuros remordimientos y por verg¸enza frente al personal del hotel, me levanto para que arreglen la habitaciÛn. Estoy algo aturdido, me voy hasta la piscina, cojo un periÛdico thai (en inglÈs) y echo un vistazo a las noticias. Lo mejor para ponerse en forma es un buen masaje. Junto a la piscina hay un masajista chino que da masaje en los piÈs de reflexoterapÌa. CÛmo ya he dicho en otra ocasiÛn, no me creo mucho, o nada, este tipo de terapia, pero en cualquier caso, me da gusto y me pone en forma. Tengo pensado ir a pegar cuatro tiros y quiero estar en condiciones, que las armas crean mucha tensiÛn y hay que estar preparado.
Tras el reconstituyente masaje, me dirijo a mi habitaciÛn. Me enfundo mi uniforme de guerra y salgo pletÛrico del hotel. Hay un taxista que me ofrece sus servicios, pero me pide que vaya hasta la esquina y allÌ me recoger·, todo para evitar la comisiÛn que deberÌa pagar al hotel. Le indico mi destino: el campo de tiro, por llamarlo de alguna forma. No me lleva al que yo quiero, me da igual, por echar un vistazo, que no quede.
El tr·fico es abundante, no precisamente de coches, sino m·s bien de motocicletas. No hay un orden establecido, la circulaciÛn es un caos, los sem·foros son meros elementos decorativos, ·rboles de navidad perennes con sus lucecitas de colores correspondientes.
Pasada una media hora arribamos a puerto. No hay m·s coches que el de mi taxista. Buena seÒal, todo est· a mi disposiciÛn. Me presentan la carta, como si de un restaurante se tratase. La oferta es amplia, desde una simple arma corta china hasta un lanza-cohetes.
Para empezar, un cl·sico: M-16. Para entrar en calor no est· mal. Me preparan el cargador con sus 30 proyectiles, me pongo en posiciÛn de tiro, rodilla en el suelo, dedo en el gatillo, adrenalina subiendo..... suena el mÛvil! °No me llama nunca ni Cristo! øQuiÈn llama en los momentos m·s inoportunos? Una madre, obviamente. A 12.000 kilÛmetros debÌa de sentir mi adrenalina subiendo a mil. En una mano el M-16, en la otra el vetusto Ericsson y, un poco m·s all·, la mirada estupefacta de los camboyanos que no entendÌan la situaciÛn. ìestoy con algo importante entre las manos, llama m·s tardeî es mi escueta respuesta. Comienza el festival de tiros. Tras varios disparos, pasamos el arma a modo autom·tico. Las r·fagas se suceden, el aceite del arma salpica toda mi camiseta, no me importa, es un orgasmo. SÛlo falta un ingrediente: gente viva corriendo delante de mÌ. Me tienta girar el arma hacia los camboyanos que miran cÛmo me divierto, pero la sensatez que me domina en estado sobrio me impide hacerlo. Se acaba la primera sesiÛn. Vuelvo a la carta, escojo esta vez un arma corta, una china de la que no recuerdo el nombre. Me vitorean cada vez que doy al blanco, m·s de las que cabe esperar de un mero aficionado. Tras haber derribado todos los monigotes met·licos, quiero algo m·s fuerte. Una ametralladora corta rusa me llama la atenciÛn. Dicho y hecho. Ya tengo la Usi en mis manos. °Venga a soltar r·fagas! Que no quede uno vivo. Es una eyaculaciÛn de plomo. Un autÈntico placer. Con la camiseta salpicada de grasa negra y olor a pÛlvora por todo el cuerpo, decido tomar un descanso. Mientras tomo un refresco, echo un vistazo a las m˙ltiples armas que allÌ se exhiben. Quieren tentarme con el lanza-cohetes o con lanzar granadas de mano, pero declino la oferta, una por cara la otra por aburrida. Sin embargo, hay una infinidad de rifles y ametralladoras que sÌ me gustarÌa probar. Comienza a anochecer. Es hora de plegar velas y cambiar el metal por la carne. Le indico al conductor que me traslade hasta el BBW, la competencia de Mc Donaldís que no se ha establecido todavÌa en el paÌs. Sorteando coches, camiones, motos, bicicletas y cualquier otro tipo de vehÌculo, llegamos hasta la mala copia de la cadena de hamburgueserÌas. Pido pescado frito. Me dan un n˙mero y me indican que en breves momentos me traer·n la comida. Tiene la apariencia total de ìfast-foodî, queda en ìfoodî. Con algo sÛlido en el estÛmago, me dispongo a regresar al hotel para hacer la digestiÛn. Pongo TVE internacional para echar un sueÒecillo, resulta efectivo. Sobre las 10 de la noche me pongo las pilas para comenzar la velada. Mismo ritual, ducha, ropa, tabaco, c·mara de fotos y dem·s elementos que puedan hacer de la noche algo divertido.
El Sharkyís sigue siendo mi lugar predilecto para comenzar la noche. Apenas pasado un dÌa ya me conocen desde los motoristas de abajo hasta las putillas de arriba. Apenas pasados cinco minutos, estando yo en la barra, aparece Lii. Lii es una jovencilla camboyana que conocÌ en mi primera visita al paÌs. No se acuerda de mÌ, lÛgico. QuiÈn sabe a cu·ntos extranjeros ha conocido en cuatro aÒos. Intento que haga memoria, pero desisto ante la inutilidad de mi objetivo, no tendrÈ descuento por ser un viejo conocido. Pienso que tal vez me equivoco, pero adentrada la noche y desprovista de su ropaje la reconozco definitivamente. Es habitual que los occidentales veamos a todos los asi·ticos iguales, de la misma forma que ellos nos ven muy parecidos, pero con los aÒos que llevo en Asia, es raro que me equivoque.
Charlamos un rato, su inglÈs ha mejorado considerablemente, lo que indica que ha frecuentado numerosos extranjeros en estos aÒos. Quedamos para m·s tarde en el Martiniís. Un par de copas m·s en el Sharkyís y ya se hace la hora de desplazarse hasta el prÛximo nido de vÌboras. Como cada noche, al bajar las escaleras del Sharkyís, se produce una avalancha de aspirantes a transportistas, seÒalo uno, el habitual, y la masa se deshace.
Entrando en le Martiniís me encuentro con George, un anciano de habla anglosajona, que no mide m·s de metro y medio y roza los 70. Lo conozco de Bangkok, le pregunto quÈ hace por aquÌ, una pregunta un tanto retÛrica porque la respuesta es obvia. A pesar de su edad es m·s putero que un treintaÒero. Habla sin parar, le hace caso a cualquiera que le mire, y claro, tiene amigos por todo. Puede llegar a ser exasperante. Cuando nos encontramos, est· acompaÒado de un joven, que no ve el momento de que George se calle para poder marcharse. Me pregunta si ya he tomado ìhierbaî, le respondo que no. Se apresura, entonces, a rebuscar en sus bolsillos, le pregunta a su amigo. Me ofrece acompaÒarle al hotel porque allÌ tiene y me regalar. Me cuenta que el otro dÌa comiÛ pastelillos de chocolate hechos a base de hierba y que se lo pasÛ bomba. Me alegro por Èl, pero no consumo este tipo de sustancias, no se lo digo para no decepcionarle.
El kilo de hierba costaba hace unos aÒos dos dÛlares el kilo. Se hicieron famosas las pizzas en las que el orÈgano (demasiado caro) era sustituido por hierba local. De ahÌ la generosa oferta de George. Si le hubiera pedido una copa de Johnny Walker (2$) no sÈ si hubiera sido tan generoso.
Me deshago del porrero senil y entro finalmente en el complejo l˙dico. Doy una pequeÒa vuelta y mi acompaÒante de la noche anterior hace inmediatamente acto de presencia, ya sabÌa yo que los 20 dÛlares le habÌan impresionado. Me siento con ella un rato y tras una copa, le doy a entender que al igual que ella es puta, yo soy putero, y que intentar repetir es una pÈrdida de tiempo, tanto para ella como para mÌ. Una vez aclarado este punto, si bien me controla desde la distancia, inspecciono el mercado. Apenas tomado el segundo sorbo de mi segunda copa, reaparece Lii. Me recuerda que hemos quedado, desinteresada que es la niÒa. Tengo una obligaciÛn contraÌda que debo cumplir. Le gusta bailar. Le digo que baile, que mientras tanto yo bebo. Sobre las dos y media creo que ya es hora de repasar la anatomÌa de Lii. La llamo y nos vamos con el moto-taxista-comisionista. Esta vez dejo bein claro que no pienso pagar m·s de 5 dÛlares por un par de horas en el hotel. Pago tres. La noche promete. Mientras Lii se desviste, preparo mi equipo fotogr·fico, es decir, saco loa c·mara del bolsillo. Se escandaliza en un primer momento, le hablo y pongo cara de mosqueo. Ve peligrar su remuneraciÛn. Acepta un tanto reacia. Obviamente le digo que las fotos son para mÌ y que no las va a ver nadie (nadie que no tenga internet), no est· convencida pero se deja. Le dejo claro que copular o no copular me da igual, pero las fotos son las fotos.
Pasamos un rato en la habitaciÛn. Le pago, pide m·s. Le digo que maÒana, que no tengo m·s (mentira). Bajamos, ya est· mi motorista esperando, mosqueado por no cobrar comisiÛn del hotel. Me despido de Lii. Una pen˙ltima copa en el ìAfter Darknessî no puede hacerme daÒo. Me vuelvo a encontrar con Shane, el irlandÈs. Charlamos, pero ya nos cierran el bar. OptÛ por una retirada honrosa, es decir, caminando en lÌnea recta.
Llego al hotel. Me doy un baÒito en la piscina, y a dormir, que maÒana queda mucho trecho por recorrer en el paÌs khmer.

23 enero 2004

Suena el despertador, le doy al botÛn, y la seÒorita (ya la odio a muerte) dice: ìson las 19 horas 0 minutosî. Antes de que lo repita por segunda vez y mi nivel de adrenalina sube de golpe, acierto a darle al botÛn para que calle hasta nueva orden. Me voy despertando, estoy algo confuso, no sÈ dÛnde estoy, øEspaÒa? øTailandia? øBali?, intento situarme, antreabro lo ojos e intento identificar las cosas que me rodean. °Estoy en Camboya! Acabo de llegar hace unas horas, de ahÌ el despiste. Voy poniendo las ideas en orden. He puesto el despertador para levantarme a cenar, o almorzar o desayunar, no sÈ, para ingerir algo sÛlido ya que m·s tarde el lÌquido que caer· ser· abundante. Me voy desperezando, me tomo mis ìvitaminasî, me pongo algo de ropa y salgo en busca del restaurante del hotel. Me recibe una amable camboyana ataviada de traje regional. No me imagino en EspaÒa a las camareras recibiendo a los clientes vestidas de faralaes. En cualquier caso, le queda muy bien. Me ofrece cenar el buffet (camboyano, chino, hind˙ y/o thai). No estoy para experimentos, pido la carta. Una ensalada de salmÛn ahumado y un satay de pollo con su correspondiente salsa de cacahuete me sirven de alimento. El zumo de naranja est· aguado, pero me lo tomo igual, va a ser el ˙ltimo lÌquido sin alcohol en muchas horas. No me termino el satay, hay para un regimiento. Supongo que ponen cantidad porque nadie pide pollo en estos dÌas por el problema de la extraÒa gripe que afecta Èsta y otras aves en Vietnam, paÌs colindante con Camboya y origen de gran parte de las materias primas empleadas en el paÌs. Pago la cuenta y vuelo a mi cuarto. Pongo la tele y me encuentro con la grata sorpresa de que reciben el canal internacional de TVE, los programas son, en general soporÌferos, pero se agradece ver las noticias y las novedades del ìcuoreî. Veo que todo sigue igual. Sin apenas darme cuenta, vuelvo a quedarme dormido. He de reconocer que dormir es mi aficiÛn predilecta. Sobre las 22 horas, mi alcoholÌmetro interno hace sonar la alarma, est· en alerta roja. Me despierto sin necesidad de la ayuda de la ìseÒorita repelenteî (no sÈ si es la misma que la de las gasolineras). PantalÛn, camiseta, zapatos, tabaco, mechero, c·mara de fotos, 100 dÛlares, y a la calle. Como era de suponer, frente al hotel, hacen guardia un par de moto-taxis ansiosos de que alg˙n amante de la noche solicite sus servicios. Me monto en la primera moto que s eme pone delante. Sharkyís le digo. No hace falta decir m·s. Sharkyís es uno de los bares m·s conocidos de Phnom Penh para extranjeros. No es un bar de putas, pero las que pululan por allÌ son putas. En pocos minutos llegamos a destino. Le doy un dÛlar al motorista y subo las escaleras que me llevan hasta el interior del local. Est· ubicado en un primer piso en el centro de la ciudad. Es grande, muy grande. El centro est· ocupado por una enorme barra antendida por una decena de camareras y un par de encargados. El resto de la sala la ocupan mesas altas, taburetes y tres billares de dimensiones considerables. Jugar al billar es gratis, no sÈ si por puro altruismo o por el simple hecho de que en Camboya no existen las monedas. Gran parte de las chicas son expertas jugadoras. Se suele jugar en parejas, blanco y camboyana contra otra pareja igual. Me ofrecen jugar en varias ocasiones, sin embargo, rechazo le ofrecimiento, no sÈ si por miedo al ridÌculo o miedo a alejarme de mi copa, la cuestiÛn es que me limito a ser espectador; algunas jugadoras son un espect·CULO en sÌ mismas. En repetidas ocasiones se me acercan muchachitas y no tan muchachitas para ofrecerme un masaje, eufemismo que emplean para preguntar si me las quiero llevar al catre. Las rechazo una tras otra. Es muy pronto, me faltan varias copas y tengo que visitar otros bares. Se aproxima otra en busca de conversaciÛn, no le pongo impedimento alguno, si bien su cara tiene algo que me da cierto repel˙s: tiene la nariz de Michael Jackson. Algo raro en esta zona en la que la inmensa mayorÌa tienen la nariz chata. No le pregunto por el motivo de tan extraÒo fenÛmeno por pudor. Tras la usual conversaciÛn (de dÛnde eres, cu·nto tiempo de quedas, y dem·s banalidades), salgo al balcÛn que se alarga por toda la fachada y tiene vistas a la calle, bueno, m·s bien a la maraÒa de cables elÈctricos y telefÛnicos que van de un lado a otro sin orden aparente. No pasan dos minutos y ya aparece otra espont·nea. …sta, m·s clara y directa me dice que hace ìde todoî, no entro en detalles y le agradezco la informaciÛn, emplaz·ndola para mejor ocasiÛn. Viendo que mi mÛvil espaÒol tiene seÒal (por primera vez en aÒos) aprovecho por interesarme por mi familia. Ser· el ˙nico dÌa en que funcione el telÈfono.
Tras casi dos horas dando vueltas a la barra, tal como hacen los musulmanes en la Meca, busco nuevo destino. El Martiniís es una buena elecciÛn. La primera vez que oÌ hablar de este lugar de esparcimiento fue en un reportaje de televisiÛn que trataba de la pedofilia en el sudeste asi·tico. Una vez m·s pude comprobar que ciertos periodistas, con af·n de lucro o notoriedad, o simple desconocimiento, desvirt˙an la realidad. El Martiniís es un amplio local, a cielo descubierto en un ochenta por ciento, con una pequeÒa y oscura discoteca, una barra en el exterior, cuatro o cinco chiringuitos de comida variada (china, thai, occidental, helados, etc.) y un escenario dÛnde hay m˙sica en vivo los fines de semana y pelÌculas variadas el resto del tiempo. Un par de billares gratuitos y unas peculiares m·quinas en las que el juego consiste en ir disparando unas bolitas met·licas mediante un lanzador de muelle y asÌ obtener puntos, complementan el entretenimiento. La chicas que por allÌ andan libre y voluntariamente, son ciertamente jÛvenes, pero lo suficientemente maduras para saber lo que est·n haciendo. Su nivel de inglÈs es bajo o nulo, lo que no impide que se puedan entablar breves conversaciones. Se me acercan varias, casi siempre en pareja, le voy dando puerta, hasta que al final, por agotamiento o embriaguez, acepto seguirle el rollo a una. Es medio camboyana y vietnamita, tiene 24 aÒos. No tiene otra cosa mejor que buscar clientes. La gran mayorÌa son vietnamitas puras o mezcla de los dos paÌses. Mis dotes polÌglotas apenas me sirven aquÌ, tampoco me importa mucho, no he venido a hablar. Cuando considero que el nivel de alcohol en sangre es aceptable, le doy la oportunidad de que me acompaÒe a un hotel para conocerla m·s a fondo, nunca las llevo a mi hotel ni les digo dÛnde me alojo, para evitar que me importunen cuando menos me lo espero. Le pregunto cu·nto quiere a cambio del rato de compaÒÌa. Lo que yo quiera, es su respuesta. Respuesta extraÒa para alguien que viene de fuera, pero bastante habitual por estos lares. Est·n muy seguras de la calidad de sus servicios. Sin demorarnos m·s, salimos del Martiniís. AllÌ est· mi moto-taxista esperando. Nos montamos los tres en la moto (aquÌ suelen ir hasta cuatro) y le indico al motorista que quiero un hotelillo curioso para pasar un par de horas (yo siempre tan optimista). Llegamos a uno situado junto al mercado central de la ciudad. Me piden 10 dÛlares, una autÈntica barbaridad (luego me entero del por quÈ), pero acepto, la mente ya no rige como deberÌa. Nos acompaÒan hasta el segundo piso. La habitaciÛn resulta ser bastante penosa, oscura, sin airear, en fin, un desastre, pero por el tiempo que voy a pasar, poco me importa. Se desviste, me desvisto, se ducha, me ducho, se pone a trabajar, me pongo a descansar. La ìfiestaî termina mucho antes de las dos horas previstas optimÌsticamente por mÌ. Mientras se viste (yo ya me he vestido en un visto y no visto), me explica que cuando entr·bamos en el hotel el puto moto-taxista les decÌa a los de recepciÛn, a mis espaldas e indic·ndolo con los dedos, que me cobraran 10 dÛlares (para percibir una comosiÛn). Me cabrea pero no le digo nada, la chica me ha pedido que me calle por miedo a que tome represalias contra ella. AsÌ lo hago, pero la dÌa siguiente, le darÈ la brasa toda la noche con los 10 dÛlares, diciÈndole que sÈ que alguien se ha quedado con parte de ese dinero y que espero enterarme. La chica, de cuyo nombre no puedo acordarme (era corto pero complicado) se fue feliz y contenta con sus 20 dÛlares en el bolsillo (suelen percibir 15 o menos).
Renovado por dentro, y habiendo quemado algo de alcohol, le digo al comisionista maldito que me lleve hasta el ìAfter Darknessî un pub donde se concentra gran parte de los turistas y residentes extranjeros amantes de las noches largas. Afortunadamente, en Camboya, los locales nocturnos cierran bien adentrada la noche. Me cachean a la entrada, ya que las armas circulan con mucha alegrÌa por este paÌs. Llego hasta la barra y me pido un whisky con Sprite. Cuando todavÌa no me lo han traÌdo, veo al otro lado de la barra a Shane, un joven irlandÈs que conocÌ el aÒo pasado. Me comunica que ahora vive aquÌ. Me pone al dÌa de cÛmo est· la situaciÛn del paÌs, no la socioeconÛmica ni la polÌtica, sino la que a mi me interesa, la de la diversiÛn y el ìdolce far nienteî. Quedamos para el dÌa siguiente. Las luces del local se encienden, nos invitan a cambiar de local. TodavÌa me queda un h·lito de vida, creo que puedo con otro whisky. En la misma calle est· el ìWalk Aboutî, un pequeÒo bar-pensiÛn con mesas en la calle y un par de billares. Me tomo la pen˙ltima a trancas y barrancas. Voy a hacerle sudar la comisiÛn del hotel al motorista, tras dar el ˙ltimo trago, veo que su cara se alegra, ya ve cerca el final de su larga jornada. Finalmente le digo que me lleve de vuelta a mi hotel. Durante todo el trayecto no paro de decirle que el hotel donde me ha llevado es muy caro, se lo repito hasta el agotamiento, suyo, no mÌo. Al llegar le doy tres dÛlares por toda la noche, no est· muy convencido pero no se atreve a quejarse.
SÈ que llego a la habitaciÛn porque al dÌa siguiente me despierto en mi cama.

19 enero 2004

°Menudo madrugÛn! No sÈ por quÈ, el viajar conlleva, en la mayorÌa de los casos, a levantarse pronto, a una hora en que las personas decentes comienzan a trabajar, cosa inhumana, se mire por dÛnde se mire. Procuro ajustar los horarios al m·ximo para no tener que realizar tamaÒo esfuerzo, cosa que casi nunca logro.

El aviÛn sale hacia Phnom Penh (Camboya) a las 12 del mediodÌa. Habiendo dormido apenas cuatro horas, salgo de camino al aeropuerto. Hago bien en llegar pronto, de hecho, la facturaciÛn no tiene lugar en la terminal que se me habÌa indicado, adem·s, en Bangkok los tr·mites son siempre largos: facturaciÛn algo parsimoniosa, pago de tasas aeroportuarias, control de inmigraciÛn, y finalmente el trayecto hasta la puerta de embarque, que suele estar ìdonde Cristo perdiÛ el mecheroî.
Desde sus preparativos, el n˙mero 13 persigue este nuevo periplo; comprÈ el billete un martes 13, me percato de que llevo13 dÛlares en el bolsillo al salir de casa, pido que me cambien de asiento en el aviÛn y me dan la fila 13...

Cuando viajo por estos paÌses utilizo un truquillo inofensivo que resulta ˙til en muchos casos: me pongo mi uniforme de trabajo (aviaciÛn) y llevo mi carnet, sin embargo, este truco lo puede llevar a cabo cualquiera, trabaje o no en el sector aÈreo. Basta con llevar un pantalÛn azul marino, camisa blanca (la cl·sica de piloto o chofer de autob˙s, corbata y como complemento una alfiler de corbata con alg˙n motivo aeron·utico o, en su defecto, un pin con alg˙n emblema igualmente relativo a la aviaciÛn. El carnet puede ser el del video-club de la esquina, pero es aconsejable que lleve foto y tenga escrita alguna palabra que empiece por ìairî o ìaviaî. Siempre ayuda utilizar como equipaje de mano una maletita con ruedas con alguna pegatina de cualquier compaÒÌa conocida o del Corte InglÈs, con la proliferaciÛn que hay hoy en dÌa de compaÒÌas, øquÈ sabe un pobre tailandÈs si los grandes almacenes son compaÒÌa aÈrea o charcuterÌa?
Las ventajas de semejante artimaÒa las encontramos en primer lugar en la tienda libre de impuestos. Hay que preguntar a cualquier dependiente si hay descuento para tripulaciones (ìIsnít there any crew discount?î es la frase), cosa a la que siempre, o casi, responden afirmativamente. En el caso del aeropuerto de Bangkok es del 20 por ciento, cantidad nada desdeÒable. En Phnom Penh, el descuento se aplica en la cafeterÌa (me dice una amable seÒorita con cara de l·stima hacia mÌ: ìel descuento es porque usted trabajaî. ìY no sabes cÛmo hija mÌaî pienso en mis adentros). El cartÛn de Marlboro sale por 384 bahts, algo menos de 8 euros en Bangkok, en Camboya todavÌa no aplican descuento alguno en los ìduty freeî sin embargo el cartÛn cuesta 9 dÛlares (mismo precio que en la ciudad ø?) por lo que resulta todavÌa m·s econÛmico que en Tailandia.
Las ventajas se extienden hasta la llegada al hotel, donde al ser interrogado sobre mi profesiÛn por parte de la recepcionista, me da la buena nueva de que tengo un precio especial, pago 10 dÛlares menos que el com˙n de los mortales. EstarÈ cuatro noches, me ahorro 40 dÛlares, son dos putas y media o 20 whiskies, °estupendo!

Viajo con President Airlines. Es la m·s barata. En principio es una compaÒÌa camboyana de capital indonesio y bandera yugoslava. Su flota la componen a lo sumo 2 Boings 737-200, un autÈntico placer para los oÌdos cuando uno se sienta a la altura de los motores. En el momento del despegue o del aterrizaje, dan la impresiÛn de que van a reventar de un momento a otro. Veo que la tripulaciÛn la componen occidentales, excepto dos azafatas y un azafato, perdÛn, tres auxiliares de vuelo y una jefa de cabina, que luego se cabrean.
Los 50 minutos de vuelo transcurren sin incidente alguno. Sobra decir que no hay ninguna revista propia de la compaÒÌa para leer, periÛdicos en el embarque debÌa de haber dos en lengua inglesa para el centenar de pasajeros que compartÌamos travesÌa, periÛdicos chinos sobraban unos cuantos, deduzco que no despertaban gran interÈs por parte del pasaje.
Bajo del aviÛn el ˙ltimo, no sin motivo. Ello me permite bajar el primero para llegar al tedioso mostrador de visados. Paso, sin novedad, los tr·mites de inmigraciÛn. Foto, 20 dÛlares y paí lante. Hay una docena de funcionarios en fila tras un mostrador para despachar a los reciÈn llegados, l·stima que sÛlo trabajen dos, el que toma la documentaciÛn que has rellenado y el graciosamente te arranca los 20 dÛlares de la mano a cambio te tu pasaporte con el flamante visado que ocupa una p·gina entera. AllÌ no termina todo. M·s adelante est·n las ventanillas dÛnde se encuentran los funcionarios ìm·s avanzadosî de relucientes uniformes, disponen ya de ordenadores, cosa que los ha hecho m·s lentos, aunque eso sÌ, aparentan m·s seriedad. Tras comprobar que no estoy en la lista de los pedÛfilos ni narcotraficantes m·s buscados, me dejan pasar a recoger mi maleta, los funcionarios de aduanas van a su bola y se limitan a tomar el enÈsimo documento que he tenido que rellenar previamente, la verdad, quiÈn va a querer entrar algo en un paÌs en el que m·s bien se viene a consumir materia prima originaria del lugar (entiÈndase lo que se quiera).

Salgo de la terminal con la vana esperanza de que el hotel haya recibido mi reserva por internet y haya enviado un chofer a recibirme como en otras ocasiones, todo por ahorrarme 7 dÛlares, que es media puta. Espero, miro, alg˙n guÌa me pregunta si soy el seÒor XXX, me dan ganas de decirle que sÌ, pero me da pena por el autÈntico seÒor XXX, que puede verse perdido y desolado en un paÌs extraÒo. Me voy hasta el mostrador de taxis. Tras un ìManolo, ven paíc·, que hay uno paí tiî en versiÛn camboyana, aparece un tipejo con cara amable y morena, de estar todo el dÌa al sol esperando clientes. Le indico el hotel en el que quiero alojarme. Nos medio entendemos en inglÈs. Durante todo el camino me ofrece otros hoteles, me indica que hay uno nuevo y que como gran cualidad tiene la de ser hind˙. øY a mÌ quÈ me importa que sea hind˙ o ruso? Finalmente arribamos al hotel. Lo primero que vemos, son tres gigantescos rollos de moqueta justo en la puerta. Ahora entiendo por quÈ no respondÌan mis llamadas ni mis e-mails. Est·n de reformas. °Pero Cristo bendito! Si cuando me fui el aÒo pasado por estas mismas fechas ya lo estaban reformando. Hay que buscar alojamiento. Me niego, por orgullo, a plegarme a las sugerencias que previamente habÌa rechazado con desprecio. Afortunadamente conozco un par de hoteles por referencias de otros aficionados al paÌs.
Phnom Penh es la capital, pero no deja de ser un pueblo grande, se recorre en poco tiempo. Visitamos un par de establecimientos, unos llenos (es temporada alta) y otros no acaban de ser de mi agrado. Opto por ir al hotel Juliana, el taxista, muy reticente (supongo que ese hotel no le da comisiÛn alguna) me dice que est· muy lejos. Le replico que cÛmo va a estar lejos si aquÌ no hay nada lejos. Efectivamente, en cinco minutos ya estoy en la recepciÛn pidiendo cobijo, me dan la buena noticia de que por ser personal de aviaciÛn tengo descuento y no lo dudo. Miro al taxista cÛmo diciÈndole ìlas maletas ya tendrÌan que estar aquÌî. Muy apenado el hombre, me da su telÈfono por si necesito de sus servicios durante mi estancia. Le doy tres dÛlares m·s de lo acordado, por el paseo que le he hecho dar por el bullicioso pueblo, se alegra, sin embargo se va algo cabizbajo por no lograr la tan ansiada comisiÛn del hotel. El botones coge mis maletas y me acompaÒa hasta la habitaciÛn, una planta baja frente a la piscina, estupendo. El pobre chaval se afana en darme explicaciones sobre las excelencias de la habitaciÛn. Intenta hacer tiempo para que yo meta la mano en el bolsillo y saque ese m·gico papelito verde con efigie de presidente norteamericano. Me instruye sobre cÛmo utilizar el aire acondicionado, el mando de la televisiÛn, las luces, como gran cosa me indica que el hotel me ofrece graciosamente un litro de agua al dÌa. Cansado, le doy un dÛlar, cierro la puerta, cuelgo mi rentable uniforme en el armario, me doy una ducha y a dormir. Quiero levantarme sobre las siete de la tarde para cenar algo, hacer la digestiÛn, y comenzar mi ìTour de Phnom Penh la nuitî.

13 enero 2004

Bangkok me tiene quemado. Hace ya tres semanas que volvÌ de Bali. Tengo que salir. Al margen de las cuestiones legales, que me obligan a ello, est· la necesidad por una pura cuestiÛn de salud mental. La vida que llevo aquÌ no puede calificarse de, precisamente sana. Dejando de lado las horas de sueÒo, el resto del tiempo lo dedico b·sicamente a las putas y al alcohol, todo aderezado de benzos. TambiÈn ocupo parte del dÌa a ir al cine y a hacerme masajes. El momento para el cultivo de la mente se limita a las cuatro horas semanales de clases de thai.

Hace dos dÌas que llueve, algo inaudito para el mes de enero. La Època de lluvias es de abril a octubre, y no ahora. Las calles ya son impracticables de por sÌ, hay que ir sorteando agujeros, hierros y socavones constantemente; los dÌas de lluvia hay que bordear autÈnticos lagos de los que parece que en cualquier momento puede salir una horrible bestia negra, generalmente la bestia se limita a una pobre rata que trata de sobrevivir. Todo esto ocurre en las principales arterias de la ciudad, no quiero imaginar lo que sucede en los barrios m·s marginales.
Hablando de ratas, recuerdo, hace aÒos, viajando con mi amigo Mateo por el paÌs, nos encontramos en la parte trasera de una gasolinera, junto a los urinarios, una serie de gatos subidos a una tapia. Lo que los tenÌa allÌ retenidos era la presencia de unas enormes ratas que los estaban esperando abajo, cosa que puede dar una idea de la dimensiÛn de estos roedores por estos parajes.

Para rematar el hastÌo en Bangkok, est· la presiÛn policial. A partir de las dos de la madrugada, prohibiciÛn absoluta de servir alcohol. Adem·s, seg˙n comenta la prensa, desde el 22 de enero (AÒo nuevo chino), la prohibiciÛn se adelantar· a la una o las doce.
Recuerdo hace unos dÌas, est·bamos Leo Paco el sevillano y yo en el Suzie Wong de Soi Cowboy. Repentinamente, sobre las 23 h., entran dos policÌas uniformados, hablan con el encargado, y s˙bitamente se encienden las luces y se para la m˙sica. Comienza un desfile de uniformados y personal afÌn. Mientras, por la megafonÌa del local, suena una voz thai: ìNo problem, you can drinkî. SÌ claro, sin m˙sica, sin chicas y con todas las luces del local encendidas. Si quieren podemos cantar y bailar nosotros en ataviados con nuestras prendas Ìntimas. El objeto de la visita policial era hacer un control de drogas a las chicas que allÌ trabajan. El bar est· abierto m·s de siete horas y tienen que venir en hora punta, y sacar todos los botecitos par el pis, los guantes de l·tex y toda la parafernalia para impresionar. Para impresiÛn, la que nos llevamos al salir del local. Seis relucientes vehÌculos policiales, innumerables agentes paseando de un lado a otro; en fin, toda una invitaciÛn al turista a sentirse cÛmodo.
Visitamos un bar de bares m·s. A las chicas sÛlo les faltan los guantes y la bufanda para ir bien tapadas. Finalmente cambiamos de distrito. El ambiente no est· como para tirar cohetes, pero por lo menos no tienes al lado al la doctora ordenando los botes de orina.

Tomada la decisiÛn de salir del paÌs por unos dÌas, opto por Camboya. Es el destino m·s cercano, apenas 50 minutos en aviÛn, el m·s econÛmico, una noche en un hotel m·s que decente 40 dÛlares y el resto de divertimentos, a precios acordes con el nivel de vida del paÌs.
Tres compaÒÌas vuelan desde Bangkok a Phnom Penh: Thai, Bangkok Airways y President Airlines. Thai es la m·s cara con diferencia, Bangkok Airways utiliza Boings 717 y ofrece un servicio muy bueno. Me decanto por President Airlines, una compaÒÌa camboyana que tiene una flota de dos antiguos 737-200. Es un riesgo, pero me lanzo a la aventura, adem·s, con lo que me ahorro respecto a Bangkok Airways, me pago una noche de hotel o dos putas y media. Si no recuerdo mal, hace unos aÒos ya volÈ con esta compaÒÌa. La primera impresiÛn fue estupenda. Desde la puerta de embarque, pude asistir al cambio de rueda del tren delantero del aviÛn, cosa que no me ha sucedido en los siete aÒos que llevo trabajando en un aeropuerto. El interior del aviÛn, un autÈntico primor. Si me descuido, al tropezarme, me llevo por delante toda la moqueta de la cabina de pasajeros. Afortunadamente, el personal era entraÒable (excepto el comandante, un americano antip·tico, supongo que un deshecho de la guerra de Vietnam), se deshacÌa en atenciones con las cuatro cosas de las que disponÌan. Si habÌa que morir, por lo menos sabÌa que era en compaÒÌa de buena gente.

El jueves comienzo mi periplo por tierras khmer.

10 enero 2004

Me habÌa prometido mÌ mismo que ese dÌa me iba a quedar en casa, mi hÌgado me lo suplicaba hacÌa ya tiempo.
Tras salir de clase, fui a comprar dos bandejitas, una de salmÛn ahumado y otra con at˙n crudo, todo ello, baÒado en abundante wasabi, fue toda mi cena. Mientras hacÌa la digestiÛn, con la CNN de fondo, comencÈ a oÌr una voz que susurraba lejanamente mi voz. No le prestÈ mucha atenciÛn, pero a medida que pasaba el tiempo y las noticias de la cadena americana me resultaban menos interesantes, la voz fue haciÈndose m·s clara.
S˙bitamente la reconocÌ. °Era Johnny, Johnny Walker! Reclamaba mi presencia inmediata en Nana Plaza. En un primer momento dudÈ, pero como la promesa de reclusiÛn me la habÌa hecho a mÌ mismo, pensÈ que el hecho de incumplirla no resultaba demasiado grave. Me levantÈ de la cama con cierta dificultad ( es un acto que le cuesta a todo el mundo), me enfundÈ mi pantalÛn del ejÈrcito camboyano, mi camiseta de Star Trek y dem·s parafernalia que me acompaÒa en mis salidas (c·mara de fotos, preservativo, dinero, y tarjeta por si falta Èste ˙ltimo, etc.). Bajo a la calle y encuentro un moto-taxi, cosa rara a esas horas, la suerte parece sonreÌrme.
En menos de 10 minutos llego a mi destino. Para comenzar la velada tranquilamente, me instalo en el Pharons (el chiringuito central). Por la tele retransmiten un encuentro de f˙tbol entre el Chochingham y el Charleston (°yo quÈ sÈ cÛmo se llaman esos equipos!). Estos partidos me resultan casi terapÈuticos, me permiten pensar en otras cosas dado que no me importa ninguno de los contendientes y, sin embargo me ofrecen un espect·culo de malabares que me relajan la mente, adem·s, ver a los jugadores con guantes me provoca cierto regocijo al estar gozando yo de una temperatura m·s que agradable. El espect·culo se complementa con lo que sucede fuera de la pantalla: orondos for·neos, presumiblemente germanos o brit·nicos, acompaÒados de pequeÒos tizones que van y vienen, ya sea del hotel o de las habitaciones que se alquilan en el tercer piso al mÛdico precio de dos euros por tres horas. No sÈ cÛmo se las apaÒan, desafÌan, en cualquier caso, todas las leyes de la fÌsca, dada la disparidad de tamaÒos. TambiÈn circulan orientales con cara de despiste, no sÈ si es que est·n realmente despistados o es que la naturaleza les ha otorgado semejante rostro.
Terminado el partido (en todo caso, terminado para mÌ), doy cuatro pasos y ya estoy en el Pretty Lady, go-go bar que he adoptado este aÒo. Me reciben con reverencias varias y llam·ndome Pii (hermano mayor) hecho que confirma la adopciÛn por su parte, no es para menos, con el dineral que me dejo ya podrÌan ponerme una alfombra roja. Paso lista para saber quiÈn est· y quiÈn no. Las que m·s conozco, no el sentido bÌblico de la palabra, mueven sus cuerpos (dicen que bailan, pero cuando se para la m˙sica se siguen moviendo...) sobre la tarima para deleite de los allÌ presentes. Bailan por turnos. Hoy hay dos turnos de unos 15 minutos cada uno. Espero a que se acerque alguna de las que m·s confianza me tienen, para sacar mis manos de paseo. La primera se llama Wan y tiene 17 aÒos... increÌble, yo le echaba 18. La naturaleza ha querido dotarla de prominentes senos, me dice que los tiene asÌ desde los 15 aÒos. Supongo que harta de que en el colegio se los tocaran por el morro, decidiÛ sacarle provecho a su anatomÌa. Le pregunto si ha sido cambiada por una lavadora, ya que en EspaÒa dicen que cambian niÒas por lavadoras en Tailandia. Obviamente no sabe de quÈ le hablo, pero en cualquier caso, me lo niega rotundamente, aunque reconoce que cuando a su madre le ofrecieron la vitrocer·mica, hubo un momento de duda...
ParadÛjicamente, en Tailandia no pueden entrar en bares o discotecas los menores de 20 aÒos, pero sÌ pueden trabajar los mayores de 16, por lo que es habitual encontrarte putas de 17 que est·n registradas como camareras ya que en este paÌs la prostituciÛn est· prohibida y las autoridades niegan que existan locales de prostituciÛn. IronÌas de la vida.

La segunda en aparecer es Da, 21 aÒos. Es graciosa, tiene los senos uno que mira para cada lado y el coseno rapado, es m·s cÛmodo y a muchos clientes les sube la lÌbido a niveles considerables. Tras el ìreconocimiento mÈdicoî de rigor, las invito a un par de copas. Ya me he divertido bastante. Les llega el turno de bailar. Se ponen delante de mÌ. Su ìtri·ngulo de las Bermudasî me llega casi a la altura de los ojos, lo que me permite ver con m·s claridad los detalles de sus prendas m·s Ìntimas y en caso de estar mal colocadas, me basta con estirar la mano para poner las cosas en su sitio.
Repentinamente recuerdo un episodio sucedido en este mismo local. Por aquel entonces, todavÌa podÌan bailar totalmente desnudas. Estaba con Leo, Paco el sevillano y no sÈ si alguien m·s. TenÌa un llavero que era a su vez un potente foco en miniatura. Tonteaba con las chicas enfocando la luz dÛnde menos querÌan ellas que se enfocara, hasta que una me pidiÛ un momento el juguetito. Sin apenas darme cuenta, mi llavero habÌa desaparecido. No llevaba ropa y por ende, no tenÌa bolsillo dÛnde guardarlo. Me temÌa lo peor. Era hora de marcharnos y yo comenzaba a ponerme nervioso, le pedÌa con insistencia la llave de mi apartamento, pero ella seguÌa en sus trece. Algo mosqueado pedÌ ayuda al personal. Finalmente me lo devolviÛ sac·ndoselo del ˙nico bolsillo que tiene su anatomÌa. No sabÌa si cogerlo o no, pero obviamente me era absolutamente necesario. TomÈ el pequeÒo foco con su cadena y su llave con los dedos Ìndice y pulgar, temÌa tomar entre mis manos un objeto humedecido de forma natural pero no solicitada en ese momento. Para sorpresa mÌa estaba totalmente seco. No quise imaginar quÈ otras cosas habÌa guardado ese ìbolsilloî tan peculiar.

La noche se estaba alargando ya demasiado en el Pretty lady. PedÌ la cuenta y me fui, igualmente entre saludos varios y reverencias.
TomÈ el camino del Thermae entonando el ìYo soy putero porque el mundo me ha hecho asÌ.....î . Llego, bajo las escaleras, tomo mi copa y doy una primera vuelta de inspecciÛn. Termino situ·ndome al lado del ìjuke-boxî, lugar preferido de las m·s jÛvenes que ponen continuamente sus canciones favoritas con las monedas que piden a los clientes. Esta noche esta Lek, una putilla de metro cuarenta que con tan poco cuerpo rebosa energÌa y mala hostia si hace falta. Le gasto siempre la misma broma: ìNo te acuestes tarde que maÒana tienes que ir al coleî y su respuesta tambiÈn es siempre la misma: ìNo hace falta, ya me he follado a todos los profesoresî, respuesta contundente que demuestra su genio. Tiene 23 o 24 aÒos pero aparenta apenas 12, es la preferida de los pedÛfilos, que obviamente no se reconocen como tales.

Son ya las dos, hora de cierre oficial de cualquier lugar que pueda suponer diversiÛn e ingesta de alcohol. Me dirijo hacia un bar que ya tengo localizado y que hace caso omiso de esta ley camel·ndose amablemente a la policÌa y permite beber hasta hartarse. La verdad es que ofrece poca o ninguna diversiÛn pero la llamada del whisky es fuerte y ocasionalmente, los m·s habituales entablamos conversaciones que pueden llegar a ser interesantes, o eso me parece en ese momento. De camino al bar en cuestiÛn me topo con una bonita pelea o discusiÛn. Un pobre hombre blanco y cincuentÛn, equipado con una mochila y una bolsa, intenta deshacerse de una thai que, entre sollozos, le estira de su equipaje para que no se vaya o para que le dÈ algo que le pertenece. El hombre, ante esta situaciÛn tan embarazosa, por la multitud que contempla el espect·culo que ofrecen, opta por darle todo lo que lleva encima y marcharse por un callejÛn. Intento averiguar lo que ha sucedido y cu·l es el paradero del hombre. Nadie sabe nada. Estas pequeÒas peleas son harto habituales por esta zona. Hay que saber a quiÈn te llevas a la cama.

Mi alcoholÌmetro interno me indica que ya es hora de plegar velas. Quedan todavÌa muchos dÌas por delante y hay que cuidar la salud sobre todo cuando ya est· dando seÒales de que la alarma roja est· a punto de sonar.

02 enero 2004

Nochevieja, uno de esos momentos del aÒo que deberÌan ser eliminados por decreto ley con car·cter de urgencia. Odio estar contento y feliz por obligaciÛn, es un conrasentido.

Ayer salÌ con mi amigo Leo a ver esa masa de gente que est· feliz porque sÌ, sin m·s. Fuimos en primer lugar a la plaza del World Trade Center (ahora ha cambiado de nombre, no por respeto a las vÌctimas del 11-9, sino por razones comerciales) que ese dÌa llaman ìel lugar del countdownî que pronunciado por un tailandÈs parece m·s bien ìel lugar del condÛnî. En fin, dimos una vuelta por allÌ viendo la masa bangkokiana deleit·ndose frente a los escenarios por los que desfilaban numerosas estrellas de la televisiÛn y la canciÛn, artistas que no conocemos y ni nos van ni nos vienen, deducimos su popularidad seg˙n la intensidad de los gritos del populacho. Saludameos a un par de amigas y optamos por la retirada. A pocos metros del concurrido lugar, se encuentra el Rioja, ˙nico restaurante espaÒol de Tailandia. Decidimos pasar a saludar a uno de los propietarios, hace tiempo que le debemos una visita. No tardamos en llegar. Entramos y preguntamos por Èl. Enseguida aparece Francisco, un joven espaÒol que lleva unos aÒos en este paÌs y que ejerce de encargado del restaurante desde hace un tiempo. Nos invita a pasar a la sala donde se encuentran el Embajador de EspaÒa, el cÛnsul y dem·s personal diplom·tico, amÈn de otros residentes espaÒoles. Dado nuestro aspecto, especialmente el mÌo (pantalÛn militar negro, pelo rubio casi blanco, pendiente, camiseta con un bonito anagrama de una 9mm parabellum y la leyenda ìSuicide Glamî) creemos m·s conveniente posponer nuestra presentaciÛn ante la legaciÛn diplom·tica patria. Adem·s, pregunto si el Embajador a traÌdo los Ferrero Rocher, y me dicen que no. Debe de ser un impostor, seg˙n Isabel Preysler, en las fiestas del embajador siempre hay Ferrero Rocher. DenunciarÈ el caso en el Ministerio de Exteriores cuando regrese a EspaÒa.
Damos las gracias a Francisco y le anunciamos una visita para un dÌa m·s tranquilo.
Leo habÌa comprado uvas (tradiciÛn obliga) y bolsita en mano nos dirigimos al Nanas. Las uvas tenÌan una pequeÒa pega, y es que eran del tamaÒo de una ciruela cada una. TardÈ unos minutos en terminarlas, pero querÌa hacerlo para darle buen asiento al whisky que iba a llegar.
Con el ìSkytrainî(metro elevado) tardamos apenas cinco minutos en llegar a nuestro segundo hogar (objetivo de Al-qaeda, seg˙n he leÌdo hoy en la prensa). Globos, petardos, petardas, barbacoas, putas, travestis, maricones, mendigos, guirlandas y un ir y venir constante de gente, ya estamos en nuestro h·bitat natural. Subimos al tercer piso. Vamos a empezar la ronda por el Hollywood. Nos sorprende que haya pocas chicas bailando. Preguntamos y nos dicen que han venido muchos ìfarangsî (occidentales) y se las han llevado, a pesar de que en fechas seÒaladas, el precio a pagar por sacar una chica del bar se multiplica por dos. Las relativamente pocas que quedan, una veintena, nos bastan para echar unas risas, especialmente con una que lleva un tanga tan apretado que se mete por donde no deberÌa y deja de cumplir su funciÛn que es la de tapar lo que nuestras perversas mentes deben imaginar. Intenta recolocar todo en su sitio, pero por mor del baile, todo vuelve a descolocarse para regocijo nuestro. Saludamos a la ìmamasanî (encargada de las chicas), conocida mÌa desde tiempos inmemoriales, y decidimos bajar hasta la planta baja e instalarnos en el bar que se encuentra justo en el medio del complejo l˙dico. Pedimos un par de copas y esperamos a que llegue la medianoche. Escogemos un lugar al abrigo de los petardos y cohetes que los m·s inconscientes lanzan desde los pisos superiores. En cada uno de los chiringuitos de los alrededores hay, por lo menos, un par de monitores de televisiÛn. Para sorpresa nuestra, en uno de los televisores vemos que ya est· celebrando el aÒo nuevo, en cambio, en el nuestro faltan un par de minutos. Ante la duda y la confusiÛn reinante (a los thais les da igual todo y llevan un cuarto de hora de celebraciÛn) optamos por guiarnos por el televisor del chiringuito en el que estamos. Llega el momento y, como era de esperar, casi no quedan petardos y los globos que debÌan ser reventados en el momento preciso, hace rato que yacen en el suelo como un condÛn usado. Leo y yo vamos nuestro rollo y comenzamos a comer las uvas-ciruela. Han pasado cinco minutos y yo sigo masticando, Leo est· ya en la fase ìa ver cÛmo me saco este rozo de uva de entre los dientesî, fase que se prolonga hasta pasadas unas horas.
Ya ha pasado el peor momento de la Nochevieja, pero la alegrÌa no dura mucho aquÌ. Nos falta el aÒo nuevo chino (m·s celebrado si cabe) el 22 de enero y el aÒo nuevo thai (el summum para los locales) el 12 de abril. Este ˙ltimo me lo pierdo a Dios gracias.

Para volver a la normalidad (estoy harto de los falsos ìhappy new yearî o ìsawaddi pii mai en versiÛn local) nos vamos la Pretty Lady. Muy ìprettyî no son la verdad, pero son m·s generosas a la hora de mostrar sus carnes. Hay una especialmente empeÒada en mostrarnos desde la plataforma de baile a los clientes allÌ presentes, lo bien rasurado que ha quedado su pubis. Nos alegramos por ella y le damos la enhorabuena por no haberse cortado al acometer semejante proeza.
Sobre la una, Leo, m·s sano y juicioso que yo para estas cosas, se retira. Para mÌ, la noche est· empezando, hay que aprovechar que hoy, gracias a la magnanimidad de los todopoderosos del paÌs, los locales pueden tener abierto hasta las cuatro. Me quedo en el Pretty Lady para observar cÛmo las chicas hacen sus jueguecitos pseudo-lÈsbicos, cÛmo intentan engatusar a los incautos turistas o simplemente miro alguno de los monitores de los que dispone el local. Emiten dibujos animados pornogr·ficos alemanes. Todos son obras de la literatura cl·sica; Don Quijote se divierte de lo lindo con Dulcinea, la Bella Durmiente no se despierta con un simple beso y Blancanieves se organiza buenas fiestas con los enanitos. Cansado de ver lo que Cervantes y los hermanos Grimm imaginaron y no escribieron, pago y me voy.
Sigo mi ruta habitual y decido pasarme por el Thermae, el bar de las ìfree-lanceî. Siempre tomo un ìtuk-tukî a pesar de que no est· muy lejos. Cada noche le pago 20 bahts por el trayecto, esta noche me pide 60, le doy recuerdos para su madre, en espaÒol obviamente, quiero empezar bien el aÒo. Me quito la pereza de encima y de paso quemo algo de alcohol. En cinco minutos estoy allÌ. En la puerta me encuentro a un conocida puta (que no una puta conocida). Le pregunto si hay mucha gente, eufemismo para preguntar si hay muchas colegas de profesiÛn. Me responde afirmativamente, cosa que me alegra. Como soy un habitual, abro la puerta, extiendo la mano y ya tengo mi copa. Voy saludando a los conocidos, m·s bien a las conocidas, y me encuentro a una pequeÒa puta (pero grande en su profesiÛn), a una de esas que los periodistas y dem·s informadores mal informados calificarÌan de ìpobre menor obligada a prostituirseî cuando en realidad tiene 24 aÒos y no es pobre. Sorprendentemente no me recibe d·ndome una hostia, amistosa pero hostia al fin y al cabo. Est· con unos amigos farangs (lÈase clientes), tranquilamente sentada en un taburete. Me dice que con el aÒo nuevo va a cambiar, me dÈ un beso en la mejilla y me dice que le dÈ uno. Se lo doy y le digo que no me lo creo ni borracho, que lo estoy. Me asegura que sÌ. No profundizo en el tema, no parece ni borracha ni drogada. Supongo que el cambio se limitar· a un cambio de tarifas por sus servicios.
La creciente proporciÛn de hombres sobre mujeres me obliga a abandonar el lugar. Un pis y a la puta calle, nunca mejor dicho. El trayecto hasta el prÛximo bar est· sembrado de travestis con voz de camionero. Con un ìquita de ahÌî pronunciado con voz grave me voy abriendo camino. Lo que diferencia a los travestis y a las putas, adem·s de lo obvio, es que los travestis se te acercan e incluso se atreven a tocarte, cosa que las putas no hacen.
Me apalanco en un bareto que suelo frecuentar a horas prohibidas por la ley (sobre las dos y media). Hoy tiene todas las luces encendidas y no tengo que pedir una copa como si pidiera un gramo de cualquier sustancia estupefaciente. El nivel de alcohol en sangre es ya elevado. Empiezo a divagar interiormente sobre lo divino y lo humano, interrumpido de vez en cuando por alg˙n espont·neo que busca conversaciÛn. Mis respuestas monosil·bicas y/o inintelegibles, sobre todo en idiomas que no domino al cien por cien, hacen desistir a mi interlocutor. Estoy cansado. Me voy al Foodland, un supermercado abierto 24 horas y con productos destinados a occidentales y locales. Compro quesos, jamÛn, pan, chocolatinas (que no falten en mi nevera) y tomo un taxi hacia casa. Temo no encontrar ninguno a pesar de que en Bangkok casi hay m·s taxis que coches particulares. Son las cuatro y media pasadas, no hay problema para encontrar uno. Llego a casa, me doy un baÒito en la piscina para despejarme un poco. Como alguno de los manjares que he comprado. Miro las noticias en la cadena francesa, veo que Al-qaeda no ha querido sumarse a la fiesta de fin de aÒo soltando alg˙n cohete. Pongo la radio, un vicio que no puedo evitar, estÈ donde estÈ, y me duermo, no sÈ si por sueÒo o por lo que circula por mi sangre. SÛlo una preocupaciÛn ronda mi cabeza: øQuÈ puedo hacer maÒana para divertirme?